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Quince de julio
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El 15 de julio de 1995 murió mi padre. Era un sábado plomizo, el invierno estaba en su punto más crudo. Yo estaba en el gimnasio, levantando dos mancuernas, cuando escuché mi nombre en el altavoz. Lo supe de inmediato. O lo sentí (uno siente esas cosas). Solté las pesas, me fui sin despedirme y manejé hasta Neoplásicas a toda velocidad. Cuando llegué, ya había ocurrido.
En ese momento, en el Perú ocurrían otras cosas: había repercusiones del conflicto con Ecuador en el Cenepa; en las portadas de los diarios se hablaba de los tribunales «sin rostro» para enjuiciar a los terroristas de Sendero y del MRTA; Alberto Fujimori se preparaba para asumir su segundo mandato después de ganar las elecciones de abril; el mismo día 15 se creó la Defensoría del Pueblo en medio de un gran entusiasmo civil. También continuaba el debate por la polémica Ley de Amnistía aprobada unos días antes por el Congreso de entonces –igual que ahora– para blindar a miembros de las fuerzas del orden acusados de violación de derechos humanos. Pero para mi familia y para mí, la noticia era una sola: la muerte de ese hombre de 69 años que mis dos hermanos y yo creíamos inmortal. Pasarían muchos años para que comprendiéramos el significado de ese suceso (¿lo hemos comprendido ya?), pero en aquel momento, a pesar de que el desenlace podía intuirse (mi padre llevaba una semana en cuidados intensivos), nos cogió emocionalmente desprevenidos, y con veinte, dieciocho y trece años, respectivamente, nos partió por la mitad. Sin importar la edad que se tenga, la muerte de un padre es una especie de apocalipsis, de fin del mundo. También supone un renacimiento, pero de eso te enteras más tarde, a veces mucho más tarde.
Desde 1995, mi madre, mis hermanos y yo llevamos el 15 de julio grabado a hierro en el corazón y la memoria. Ningún evento ocurrido posteriormente en esa misma fecha, por muy hermoso o benéfico que haya sido, ha podido arrancarle esa mácula que el próximo martes cumplirá ¡treinta! años.
Cuando aún vivía en Lima, cada vez que llegaba el 15 de julio trataba de ceñirme al ritual de visitar la tumba de mi padre. Llegábamos al cementerio Jardines de la Paz, en La Molina, nos dirigíamos al sector del fondo, llamado Los Pinos, y ahí caminábamos buscando la lápida donde aún puede leerse el epitafio que mi padre, mucho antes de morir, mucho antes incluso de saberse enfermo de cáncer, ya había elegido para la posteridad: «Aquí yace un soldado de verdad». Hasta hoy esas palabras resuenan como órdenes de militar, como claves de un enigma cuya resolución sigue pendiente: «aquí», «soldado», «verdad». En esas visitas, mi madre se agachaba a limpiar el mármol y rezaba entre susurros. Nosotros depositábamos unas flores en el agujero acondicionado para tal fin y, movidos por la fe o la superstición, nos sentábamos en el pasto a hablarle, a contarle cosas, como si él estuviera allí, como si siguiera vivo, o como si todos estuviéramos muertos.
No dudo que la semana entrante, mi madre y mis hermanos repetirán la ceremonia. O quizá me esperen, porque llego muy pronto. Y llego no solo para continuar explorando con ellos la extraña herencia de esta orfandad que nos ha marcado, sino también para compartir con mi familia, amigos y lectores una emocionante novedad editorial: la aparición de una preciosa edición conmemorativa de La distancia que nos separa, la novela que escribí para entender la figura de mi padre y que se publicó, con no pocos titubeos de mi parte, hace exactamente diez años.
Los invito a pasar por el auditorio Blanca Varela de la Feria del Libro el domingo 3 de agosto, a las siete de la noche, y acompañarme en este encuentro tan especial que será, a la vez, una oportunidad para agradecerles a todos los lectores que alguna vez –pensando desde luego en su padre antes que en el mío– leyeron La distancia, reunieron las preguntas incómodas que tenían acumuladas y emprendieron su propia, interminable indagación.

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