Empresas paralizadas; mercados desplomados; empresarios, inversionistas y consumidores en cuarentena; emprendimientos e inversiones en riesgo; el mundo económico y financiero en crisis. Para algunos, una suerte de justicia poética: el modelo y la naturaleza enviando señales. Los videos de pececillos en los canales de Venecia y las imágenes satelitales de una China paralizada y descontaminada acompañan la narrativa.
Cierto, el mundo vive una crisis inédita: la parálisis producida por el COVID-19 desató el pánico en los mercados bursátiles, de monedas y de commodities, pero lo cierto es que los precios de los mismos ya venían inflados por la política monetaria de las grandes economías (mercantilismo rampante, si me preguntan). El virus pinchó el globo de la farra monetaria, y a ello debemos sumarle la cuarentena y la distancia social.
Ya que no podemos hacer mucho contra el flagelo en lo económico, aprovechemos para observar un experimento natural: ¿qué ocurre, en efecto, cuando la economía disminuye drásticamente su producción? ¿Qué países resisten mejor el embate y por qué? ¿Qué consecuencias produce en los mercados laborales, formales e informales? ¿Cómo se consumen los ahorros y con qué recursos se contiene y mitiga la pandemia? ¿Cómo financiarán algunos países sus prácticas populistas?
Por ejemplo, la paralización productiva le cuesta al país –según cálculos de este Diario– cerca de S/1.072 millones por día. Lo que equivale, grosso modo, a un 4% del PBI por mes.
En el mundo, esto impactará sin duda en las grandes corporaciones, en los grandes empresarios e inversionistas, y en sus empresas, ejecutivos, trabajadores y accionistas. Pocas quebrarán, la mayoría enfrentará la crisis, pero de seguro saldrán adelante en el tiempo. También saldrán afectados los trabajadores y las cadenas productivas que atienden a dichas empresas. Finalmente, los Estados –que recaudan impuestos sobre todo del sector formal– también sentirán el golpe.
Son lamentablemente los otros, los que están fuera de esa cadena de capitalismo formal, los que peor la pasarán. Será el trabajador informal, el independiente, el jornalero, el que no tiene acceso a ahorros o crédito y el que subsiste en medio de una inaceptable precariedad, el que llevará la peor parte. En el Perú, ese sector informal, de bajos recursos, suma casi el 75% de la PEA, sin derechos laborales, CTS, AFP y otros sostenes.
Durante décadas, una nomenclatura clamó por elevar las regulaciones laborales, los impuestos, las barreras comerciales y todo aquello que facilite el emprendimiento y el comercio formal, mientras otros señalaban el coste real de dichas medidas: dejar a las grandes mayorías fuera del sistema de producción formal y, por lo tanto, alejadas de cualquier protección, así sea mínima. Ahora que el impacto es real, ¿qué les queda? Si salen a buscarse el pan, ponen sus vidas en riesgo o encuentran las calles vacías, las casas cerradas, las empresas –grandes y chicas– clausuradas.
La nomenclatura seguirá reclamando recursos e intervención estatal; a nivel local, ya hay propuestas de ese tipo en el nuevo Congreso. En medio de la crisis quieren establecer controles y mayores restricciones. No aprendemos y, lo que es peor, los costos los asumirán los más necesitados.