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El Perú se incorporó voluntariamente al sistema interamericano de derechos humanos durante el segundo gobierno de Fernando Belaunde Terry, tras ratificar la Convención Americana sobre Derechos Humanos en 1978 y reconocer la competencia contenciosa de la en 1981. En ese contexto, se trataba de una apuesta por afianzar la democracia y evitar el retorno de las dictaduras militares que asolaban la región.

Pero ese estadio político ya no existe. Hoy el Perú es una república constitucional con instituciones que, a pesar de sus fallas, funcionan y se renuevan mediante elecciones libres. Lo que en su momento fue un acto de apertura democrática, se ha transformado en una camisa de fuerza que restringe nuestra autonomía legislativa y judicial. Por ello, corresponde preguntarnos si las razones que motivaron nuestra adhesión siguen vigentes o si, por el contrario, debemos repensar nuestra permanencia en este sistema.

La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha hecho lo impensable, aunque tristemente previsible: emitir una resolución de presidencia ordenando al Estado Peruano suspender ipso facto el trámite legislativo del proyecto de ley 7549/2023-CR, aprobado por el Congreso de la República.

Este proyecto, estigmatizado por los opinólogos de siempre como “ley de amnistía”, en realidad busca restablecer principios elementales del derecho penal: la irretroactividad de la ley, el principio de legalidad y la tipicidad penal. Beneficia a miembros de las Fuerzas Armadas, la Policía Nacional y comités de autodefensa que fueron procesados o condenados por hechos ocurridos entre 1980 y el 2000. Muchos de estos procesos se construyeron sobre tipos penales inexistentes en nuestro ordenamiento jurídico en ese momento, importados acríticamente del derecho internacional. Dicho en sencillo: no se puede condenar a nadie por delitos que no existían legalmente cuando ocurrieron los hechos. Y, aún más grave, hoy tenemos ancianos mayores de 70 años –con enfermedades terminales, abandonados en penales– cumpliendo cadenas perpetuas por decisiones judiciales que no resisten análisis constitucional ni jurídico.

Pero todo esto parece irrelevante para la Corte IDH. En su resolución, exige al Perú suspender el trámite de la ley y ordena que, incluso si se promulga, los jueces nacionales se abstengan de aplicarla. Como si el Congreso del Perú fuera una oficina subalterna del legislativo costarricense. Como si la corte tuviera poder de veto sobre leyes adoptadas por el Parlamento peruano.

Y, por si fuera poco, ha citado al Estado Peruano a una audiencia pública para “rendir cuentas” el 21 de agosto. Pero ya no se trata de supervisar el cumplimiento de sentencias, como en los casos Barrios Altos o La Cantuta, sino de intervenir preventivamente en el proceso legislativo interno. Estamos frente a una intromisión directa en las competencias soberanas de nuestro país.

El comunicado del Minjus: un paso, pero insuficiente

El comunicado emitido por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos (Minjus), de fecha 26 de julio del 2025, expresa un rechazo enérgico y correcto a las disposiciones de la corte. Celebro que el Estado Peruano haya levantado la voz, defendiendo su soberanía y advirtiendo que ningún tribunal extranjero puede suplantar las decisiones democráticas de nuestras autoridades.

Sin embargo, no basta con un comunicado. La experiencia nos demuestra que cada pronunciamiento de la corte se vuelve mandato político disfrazado de sentencia, y cada mandato erosiona nuestra autonomía constitucional. No se trata solo de “responder” o “rechazar”, sino de tomar una decisión estratégica y de fondo: el Perú debe evaluar seriamente su permanencia en el sistema interamericano de derechos humanos.

La defensa caviar de la corte

Ahora que el Perú empieza a cuestionar seriamente su permanencia en el sistema interamericano, han salido, como era de esperarse, los opinólogos profesionales –esa fauna mediática de collar rojo y pose moralista– a decirnos que la corte interamericana “no es una corte extranjera”, sino “justicia supranacional”. Es curioso, porque quienes más defienden a la corte en el Perú no son precisamente adalides de la democracia liberal, sino activistas caviares, militantes de izquierda, familiares de terroristas y operadores políticos que nunca han ganado una elección, pero siempre están cerca del poder.

La defensa de la corte se ha vuelto una bandera ideológica. No es por amor al derecho ni por respeto a los tratados. Es porque saben que en la corte tienen a una aliada política. Una aliada que, sin controles ni contrapesos, impone su visión del mundo como si fuera ley universal. Llamar “justicia supranacional” a una corte que impide debatir leyes, censura decisiones democráticas y otorga impunidad selectiva es como llamar “educación alternativa” al adoctrinamiento. Es un eufemismo. Una farsa con toga.

Y si alguien duda de su politización, basta ver el prontuario de quienes celebran cada sentencia como victoria propia. No son los ciudadanos comunes. No son las víctimas del terrorismo. No son los defensores de la democracia. Son los mismos de siempre: los que no pudieron imponer su agenda en las urnas y ahora buscan hacerlo desde San José.

La pregunta ya no es jurídica, sino política: ¿Quién gobierna el Perú? ¿El Congreso y el Ejecutivo elegidos por el pueblo o una corte extranjera que nadie votó ni puede controlar?

Como bien me decía mi amigo Javier Villa Stein, con la ironía aguda del jurista que conoce la trastienda de estas batallas: “El Perú es el único país que gana la guerra contra la subversión y termina sentado en el banquillo de los acusados”. Y es así. A los que enfrentaron al terrorismo con fusiles obsoletos, sin chalecos, sin garantías legales, y bajo la amenaza diaria de morir, hoy se les condena como si hubieran sido criminales de guerra. Como si combatir a Sendero Luminoso hubiera sido un capricho autoritario y no una necesidad de supervivencia nacional.

Mientras tanto, la Policía Nacional del Perú –tan vapuleada como olvidada– sigue enfrentando al crimen organizado, la extorsión, el narcotráfico, con la moral en el suelo. A diario arriesgan la vida, mientras son humillados por organismos y activistas que exigen estándares de Ginebra para una guerra que aquí fue sucia, cruel, desigual y dolorosa.

Nuestros policías y soldados han sido golpeados por la política, arrinconados por el derecho y traicionados por el olvido.

¿Dónde están los defensores de derechos humanos cuando un exoficial de 75 años, enfermo y quebrado muere lentamente en prisión por una condena sustentada en delitos que no existían? Respaldar a nuestras fuerzas del orden no es impunidad.

Es justicia, gratitud y memoria. No hay delito de lesa humanidad sin ley previa, no hay imprescriptibilidad sin tratado válido y ratificado sin reservas, no hay justicia cuando el activismo ideológico reemplaza al Derecho.

El Perú debe decidir. Y lo digo con serenidad, pero con claridad: debemos dejar de ser rehenes de la corte interamericana. Si la defensa de nuestra soberanía y la vigencia de nuestra Constitución exigen salir del sistema interamericano, debemos estar dispuestos a dar ese paso. Hoy prohíben tramitar una ley. Mañana, ¿prohibirán elecciones? ¿Disolverán el Congreso? ¿Nombrarán al presidente?

Es momento de preguntarnos sin miedo: ¿Quién gobierna el Perú? ¿La voluntad popular o una corte extranjera sin legitimidad democrática?

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carlomagno Chacón es abogado y político.

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