Se le atribuye a Manuel Odría el dicho de que “la democracia no se come”, haciendo cínica referencia a que a la mayoría de la población de entonces –preocupada por la subsistencia– le importaba más las condiciones materiales de vida antes que los altos ideales de un gobierno igualitario. No obstante, pasados 63 años del fin del ochenio, este dicho ha adquirido una inusitada actualidad.
Yo no sé si el pueblo es sabio, pero por lo menos es perceptivo e intuitivo. Cuando revisamos las opiniones de los peruanos en la encuesta Latinobarómetro del 2018, vemos que menos de la mitad considera que la democracia es preferible a otras formas de gobierno (42,8%), el segundo nivel más bajo de apoyo en 22 años de encuestas. Más de un cuarto, además, afirma que para “gente como uno” da lo mismo si un gobierno es democrático o no (27%); uno de los niveles más altos de indiferencia y apatía desde 1996.
Pero eso no es todo. La satisfacción con la democracia está bajando y solo un insignificante 11% está “muy satisfecho o satisfecho” con ella. También ha aumentado hasta el 85% el porcentaje de los que opinan que el país está “gobernado por unos cuantos grupos poderosos en su propio beneficio”. Lo que llama la atención, además, es que esta apreciación supera el 98% entre las personas que gozan de “muy buen” nivel socioeconómico y aquellos con los niveles más altos de educación. No solo el pobre se encuentra desilusionado, sino también la clase media está harta y defraudada.
Sin duda, hay una deuda enorme del Estado democrático con respecto a la cobertura y la calidad en la promoción de derechos ciudadanos y justicia, el acceso a la educación y a la salud, infraestructura básica y seguridad ciudadana, por mencionar algunos aspectos. Aun así, vemos que –hoy en día– el dictamen odriista se ha expandido hacia amplísimos sectores que no perciben grandes ventajas en nuestra democracia, incluso aquellos de los más beneficiados por el crecimiento económico de los últimos años. Pero ¿es esto algo que debería llamarnos la atención?
Pues no, porque un reducido grupo de personas –que me cuesta llamar peruanos y peruanas– ha hecho de la democracia un festín que los ha engrosado con plata y poder. Como analicé en una columna anterior (véase “La lógica del parásito”, El Comercio, 10/1/2018) –en la que los comparé con parásitos– la democracia formal se ha convertido en una jugosa presa porque es sumamente rentable. Y hacía hincapié, además, en que “ya no es necesario ser un dictador para sacar provecho de las arcas fiscales”. Hemos visto en los últimos años cómo una democracia funcional con elecciones ininterrumpidas ha engendrado una camarilla que se la ha almorzado.
Desde el gobierno se han engullido al país sin asco y, peor aún, han querido regresar por más (Toledo, García, Fujimori). Si hoy en día vemos que los expresidentes y muchos de sus funcionarios desfilan por las cortes, mucho se debe a que se destapó el escándalo Lava Jato en Brasil y en Estados Unidos, y a que se hicieron públicas las coimas pagadas en el Perú.
El Congreso se había convertido en un mercado persa en el que se negociaba la “legalidad” con el objetivo de ser utilizada para blindar a corruptos y timadores. Mientras que la fiscalización, lejos de esclarecer, era un arma política para perseguir a unos, escudar a otros y lograr la ansiada ‘vendetta’ política de una lideresa despechada.
Y no se quedan atrás nuestros neoliberales mercantilistas, esos malos empresarios que se han enriquecido con el dinero de todos a través de colusiones, asociaciones público-privadas no fiscalizadas, adendas lesivas a contratos, decretos con nombre y apellido, o por el retorno a una inversión –hecha en efectivo– a determinadas campañas políticas.
¿Y del chavismo? ¿Quién podrá defendernos? No, pues, para salvar la democracia en el Perú no necesitamos un Chapulín en la sombra que luche contra la república bolivariana. El enemigo principal es interno, basta con mirar cómo grupos oligárquicos y oligopólicos han hecho una mofa y un negocio de nuestro sistema político. Y también fijarnos en sus aliados políticos que han debilitado la institucionalidad democrática a tal punto que esta ha dejado de ser un referente y una preferencia para la mayoría.