Ayer, cuando se escribió este editorial, el Congreso todavía se encontraba debatiendo el voto de confianza planteado en la tarde por el presidente del Consejo de Ministros, Aníbal Torres. Según los cálculos, todo parece indicar que el Gabinete recibirá la investidura. Este, por supuesto, será un error sin atenuantes y volverá a los partidos que voten a favor de esta corresponsables por los pasivos que ocasione la gestión de un equipo ministerial que, a estas alturas, el país conoce de sobra.
A decir verdad, salvo por los corifeos de este Gobierno, nadie podría defender en serio la idoneidad de este Consejo de Ministros. Comenzando por su líder. El señor Torres, como hemos advertido desde este Diario, representa una amenaza para la institucionalidad del país. ¿De qué otra forma podría considerarse, si no, a una persona que urdió la remoción de un procurador general como una forma de represalia por denunciar al presidente, que mantiene una ceguera voluntaria y sistemática frente a las acusaciones que penden sobre sus ministros y que prohibió que la prensa formulara preguntas sobre determinados temas durante una conferencia, entre tantas otras cosas?
Además, con Torres se suma una cuota de cinismo. Ayer, por ejemplo, afirmó que “un gobierno que busca la justicia social” no puede ignorar “la lucha contra la violencia hacia las mujeres y los integrantes del grupo familiar” y hasta lució un pin con el símbolo femenino durante su alocución, cuando a lo largo de cuatro gabinetes ha compartido mesa con ministros denunciados por agresión contra parejas, exparejas o hijas, sin formular una sola queja (a contracorriente de lo que hicieron otros ministros), y cuando no parece preocuparle el hecho de presidir un consejo compuesto por solo tres ministras de un total de 19 fajines.
Agitó también las cifras de vacunados contra el COVID-19, pero se le olvidó mencionar que dichos números fueron posibles gracias al trabajo de profesionales probos y dedicados en el sector que comenzaron a emigrar luego de que colocara en el Ministerio de Salud a una persona que sugería el uso de ivermectina y azitromicina para el coronavirus, que promocionaba un agua cuyo consumo produciría supuestos beneficios que la ciencia no respalda y que publicitaba de manera engañosa un método de detección del cáncer “en un minuto”.
Adelantó, asimismo, que tomarán medidas para garantizar “la idoneidad en el acceso y ejercicio de la función pública”, cuando lleva en su Gabinete a ministros que en ninguna administración medianamente decente alcanzarían los cargos que ostentan en este Gobierno. Entre ellos, destacan los ministros de Transportes y Comunicaciones y Energía y Minas. El primero de ellos es, en buena cuenta, un apéndice del inefable y defenestrado Juan Francisco Silva, el embajador de las combis y los colectiveros, mientras que el segundo ni siquiera cumplía con el perfil para desempeñarse como director regional de Energía y Minas en Junín, según advirtió la contraloría, y ha terminado nombrado nada menos que como cabeza de dicho sector en todo el país.
Y la lista podría seguir, pero, a decir verdad, por mucho menos un Gabinete ya habría recibido la censura del Congreso. En este último, sin embargo, ciertas bancadas parecen no haber sido notificadas de los vicios de este equipo ministerial que todo el país conoce.
Por supuesto que al gobierno de Castillo, tal y como reveló el fugaz Héctor Valer, la probabilidad de que el Parlamento rechace una de las dos cuestiones de confianza que puede denegar antes de que corra el riesgo de ser disuelta por el Ejecutivo no le genera ninguna molestia. Pero ello no puede traducirse en una abdicación de sus funciones de fiscalización y, mucho menos, en permitir que los peruanos tengamos un equipo de ministros compuestos desde su cabeza y en una abrumadora mayoría por funcionarios tan evidentemente descalificados para esa labor.
Y si bien el Ejecutivo es el responsable principal por ofrecerle a los ciudadanos un Gabinete insostenible, los legisladores que decidan darle la confianza serán corresponsables por este.
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