Editorial El Comercio

, la derrotada candidata presidencial de Juntos por el Perú durante las últimas elecciones y lideresa de , interviene poco en el debate político nacional. Coloca algunos mensajes en las redes y concede de vez en cuando alguna entrevista, pero en general practica la hibernación que caracteriza en nuestro país a tantos aspirantes sin suerte que quisieran volver al ruedo electoral en una futura ocasión.

Culminado el proceso que acabó con alguien más en el poder, efectivamente, casi todos los ex postulantes presidenciales aguardan la siguiente campaña en un silencio de claustro, que solo rompen cuando son forzados por las circunstancias o aparece por ahí una coyuntura en la que sienten que tienen algo que ganar. Rehuir la exposición, parece ser, se les antoja una ingeniosa manera de no perder puntos y lucir como una novedad en los próximos comicios en los que puedan competir. Sobre todo, si han estado asociados con algún gobierno reciente, desastroso y corrupto, como el de , y no tuvieron el coraje de romper con él cuando la evidencia de sus turbios manejos era clamorosa. Tal es el caso de la señora Mendoza, que en la última compulsa electoral quedó sexta y decidió firmar una alianza con el candidato de para la segunda vuelta.

Tras el triunfo, como se recuerda, ella obtuvo en consecuencia una dosis de poder en el gobierno que se estrenaba, expresada en la presencia de algunos personajes de su entorno en el Consejo de Ministros. Como también se recuerda, sin embargo, cuando las primeras evidencias de corrupción asomaron en esa administración –como, por ejemplo, cuando se supo de las citas de negocios clandestinas de Pedro Castillo en el , o de las licitaciones en y el que el escándalo obligó a anular–, no fue la suya precisamente una voz de denuncia. Fue, literalmente, una socia silente, en el peor de los sentidos.

Solo cuando ya fue obvio que había que amputar cualquier vínculo con el ahora inquilino de Barbadillo –esto es, cuando él dio un golpe que fue rápidamente conjurado– proclamó a través de sus redes: “Primero traicionó la promesa de cambio por la que el pueblo votó y ahora perpetra un golpe emulando al fujimorismo. ¡Que se largue Castillo!”. Y, según parece, quedó convencida de que con esa tardía intervención había pasado por un baño lustral.

Así pues, en días pasados, durante a un medio huancaíno, ha recobrado el habla, pero, lamentablemente, para lanzar afirmaciones con poca verdad y bastante desvergüenza. En primer lugar, ha dicho que “pasará a la historia como la primera mujer dictadora”. Una aseveración que no responde a la verdad, pues como ella misma anotó en sus redes, lo que Pedro Castillo hizo el 7 de diciembre fue dar un golpe de Estado y, en esas circunstancias, lo que tocaba constitucionalmente era que la vicepresidenta –es decir, la señora Boluarte– asumiera la presidencia. ¿Dónde está, entonces, la dictadura?

Ciertamente hay mucho por lo que criticar al gobierno de Boluarte y, , indicios preocupantes de una respuesta policial excesiva que las autoridades deben esclarecer. Pero no vivimos en una dictadura, como dice Mendoza, a quien habría que recordarle que fue socia de un régimen que siempre mostró un talante autoritario y que desembocó en un golpe de Estado perpetrado por Castillo, quien, al romper el orden constitucional, sí se convirtió en un dictador.

Por otro lado, Mendoza tuvo también la desfachatez de presentar como un mérito el hecho de que la llegada del congresista Héctor Valer a la Presidencia del Consejo de Ministros supusiera el alejamiento de su organización política del gobierno anterior. “Castillo […] decidió romper el acuerdo con nosotros”, dijo. Y la pregunta que se cae de madura es: si la ruptura la decidió el ex jefe del Estado y no ellos, ¿en qué consistió el presunto gesto virtuoso de Mendoza y los suyos?

De la corrupción campante en el gobierno del que fue muda aliada, por supuesto, continúa sin decir palabra, a pesar del cúmulo de evidencias de corrupción que han continuado saliendo a la luz. Pero ante tan penosa constatación, la que no podía quedarse callada es la prensa. Qué poca verdad, cuánta desvergüenza.

Editorial de El Comercio

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