El viernes de la próxima semana la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales del Congreso celebrará la audiencia en la que los exministros Betssy Chávez (PCM), Roberto Sánchez (Turismo y Comercio Exterior) y Willy Huerta (Interior) presentarán sus argumentos para defenderse de la denuncia constitucional que ha elevado contra ellos la fiscal de la Nación, Patricia Benavides. En todos los casos, se les acusa de ser coautores de los delitos de rebelión y, alternativamente, de conspiración, a propósito del golpe de Estado que dio Pedro Castillo del pasado 7 de diciembre.
Según la titular del referido grupo de trabajo, la congresista Lady Camones, el caso llegaría al pleno en las últimas semanas de febrero, lo que definirá el futuro de las investigaciones contra los tres exfuncionarios del extinto régimen castillista.
Este proceso debe recordarnos el rol que varios de los altos cargos que participaron en el gobierno anterior tuvieron no solo en la ofensiva que el actual inquilino del penal de Barbadillo lanzó contra la democracia peruana poco más de un mes atrás, sino también en la creación de las condiciones para que, fracasada la intentona golpista, se dieran las reacciones que todos estamos viendo hoy en varias regiones del país. Porque la violencia que hoy desatan quienes, en la práctica, vienen exigiendo que se concrete el golpe de Castillo (pues eso es lo que significarían la liberación del golpista, el cierre el Congreso y la convocatoria de una asamblea constituyente) no ha sido azuzada hace algunas semanas; es la germinación de varias semillas que fueron plantadas por el aspirante a dictador y sus secuaces durante los 17 meses que duraron en el cargo.
Aunque se trata de un fenómeno que cobró fuerza conforme los indicios de corrupción fueron empapando al exmandatario y a sus allegados, desde un inicio la administración anterior se abocó a esparcir un discurso ponzoñoso en el que se señalaba a las instituciones como los enemigos del país. Un proceso para el que el régimen no se ahorró calificativos y que quedó bastante bien resumido en el discurso golpista. Al mismo tiempo, Castillo y los suyos solían describirse a sí mismos como una suerte de héroes frustrados en su campaña para reivindicar al “pueblo”.
El papel del exjefe del Gabinete Aníbal Torres en este empeño fue quizá el más denodado. Su momento de mayor transparencia en ese sentido llegó cuando advirtió de que “correría sangre” si Castillo era depuesto del cargo. Torres fue, además, uno de los expositores más empeñosos en los mal llamados ‘consejos de ministros descentralizados’ en los que el gobierno anterior no discutía ninguna política de relevancia o escuchaba propuestas de sus interlocutores que luego traducía en acciones gubernamentales o proyectos de ley remitidos al Congreso, sino que solo servían para atizar a la ciudadanía contra los opositores de Castillo y sus adláteres.
A Torres lo sucedió al frente de la PCM Betssy Chávez, que no solo tomó el cargo de su antecesor, sino que también adoptó su discurso polarizante y contra las instituciones que marcó su breve paso por el puesto. Tanto Chávez como Sánchez y Huerta, además, firmaron la nefasta resolución del Consejo de Ministros que interpretó de manera fáctica la cuestión de confianza presentada por Aníbal Torres el 24 de noviembre; un documento que no solo implicaba una transgresión a lo que la ley expresamente señalaba, sino que anticipaba el zarpazo final contra la democracia que Castillo dio el 7 de diciembre y del que son cómplices todos aquellos que lo acompañaron en su ofensiva contra el Estado de derecho sin rechistar o mostrar su discrepancia.
Estas personas, algunas de ellas que ahora intentan pontificar desde el Congreso sobre democracia o dar lecciones sobre la crisis, fueron precursoras del caos que hoy observamos. Y aunque algunas hayan intentado refugiarse en un discreto segundo plano, el país no debe olvidar el papel que interpretaron como comparsa de un dictador cuyo daño al Perú todavía no ha terminado.