Editorial El Comercio

La presidenta ha anunciado en una entrevista ofrecida el domingo –una saludable costumbre que su antecesor había sepultado– que hoy al que le tomó juramento hace solo diez días. Tal recomposición consistirá, por un lado, en el reemplazo de los efímeros titulares de Cultura y Educación, y , respectivamente (quienes renunciaron a sus cargos el último viernes a consecuencia de las muertes ocurridas durante las violentas jornadas de la semana pasada); y, por el otro, en el cambio del presidente del Consejo de Ministros, .

El hecho, qué duda cabe, merece ser comentado. Es cierto que hacer modificaciones a un equipo ministerial recién conformado es siempre indeseable, más aún en un contexto político como el actual, pues contribuye a la sensación de inestabilidad que vive el país tras el fracasado golpe de Estado de . Sin embargo, sería aún peor mantener en el cargo a Angulo. Además, aunque es cierto que los dos primeros cambios ministeriales no obedecen a una circunstancia buscada por la mandataria, el tercero constituye el colofón de una mala decisión contra la que, en vano, ella fue advertida en su momento.

Para lidiar con las distintas fuerzas e intereses que estaban y están en juego en la situación presente resultaba obvio que la gobernante requería convocar para ese importante puesto a una persona con peso propio, experiencia política y capacidad de ampliar el soporte del Ejecutivo. Esa era la demanda casi unánime de quienes todavía miraban con escepticismo el liderazgo que estaba llamada a ejercer… Y, sin embargo, la presidenta optó por nombrar a un funcionario que no reunía las características ya señaladas. Quien haya observado el rol casi fantasmal que cumplió en la conferencia de prensa ofrecida por la jefa del Estado y sus colaboradores el sábado ha de haberlo comprobado. Y si a eso le sumábamos las denuncias que, aunque él negase, pesaban sobre sus espaldas, no era difícil prever que la designación duraría poco.

Al enmendar rumbos, pues, la presidenta está asumiendo un costo que pudo haberse ahorrado y que, adicionalmente, refresca memorias recientes sobre la sistemática irresponsabilidad con la que su antecesor armó los gabinetes que lo acompañaron durante su penosa gestión. Esa peculiar combinación de incompetencia con apetito por sembrar la corrupción en todos los niveles del Estado parece irrepetible, pero lo conveniente era alejarse lo más posible de ella. Y no es eso lo que ha sucedido.

“Puse un gabinete técnico para resolver lo más rápido que podamos las necesidades que están allí pendientes”, murmuró como excusa la mandataria al anunciar los cambios que, si es fiel a su palabra, conoceremos hoy. Pero la verdad es que la coartada del apuro para camuflar el nítido error al que aludimos es ineficaz. ¿No era acaso preferible tomarse un poco más de tiempo para encontrar a un jefe de Gabinete adecuado que nombrar al que tenía a la mano para luego tener que cambiarlo (y hacer jurar de nuevo a todo el equipo ministerial) a los diez días?

En cualquier caso, no hay margen para el error. No podemos darnos el lujo de entrar en como aquella a la que nos tuvo acostumbrados el golpista ya vacado. La persona que venga a ocupar el cargo tiene que ser el titular de una considerable muñeca política y aguantar la marejada. No estamos para continuar la dinámica del ensayo y error (con particular énfasis en lo segundo) a la que estuvimos sometidos durante los últimos 16 meses.

La sola idea de un gobierno de transición transmite ya una suficiente sensación de provisionalidad como para, encima, añadirle la incertidumbre de una incesante mutación en sus más altas esferas. Se necesita un primer ministro o una primera ministra que, de preferencia, sea capaz de sostenerse a lo largo de toda la transición y eso no se conseguirá con opciones grises ni tampoco con alguna que encarne un radicalismo provocador de nuevas tensiones con el Congreso. Estaremos muy atentos a lo que ocurra hoy.

Editorial de El Comercio