Ayer, El Comercio informó sobre los detalles de la nueva carretera central, una obra que promete conectar Ate Vitarte, en Lima, con La Oroya, en Junín, en tan solo dos horas y media (hoy, como sabemos, realizar este trayecto toma alrededor de seis horas). El proyecto demandará una inversión de S/24.000 millones y se construirá mediante un acuerdo gobierno a gobierno entre el Perú y Francia, un mecanismo que ha demostrado ser bastante más eficiente que las tradicionales licitaciones en nuestro país, que suelen estirar los plazos hasta el infinito y ser un botín para autoridades y empresarios inescrupulosos.
Es, qué duda cabe, una buena noticia que por fin nuestro país pueda contar con la promesa tangible de reemplazar a la casi nonagenaria Carretera Central, por la que –según información del MTC– pasan a diario más de 8.000 vehículos, un número mayor para el que fue diseñada. Pero también es cierto que la historia del Perú está repleta de proyectos ambiciosos cuyos cronogramas se postergaron hasta el hartazgo (las líneas del metro de Lima son un buen ejemplo de ello) o que vieron la luz con una serie de problemas a su alrededor que terminaron limitando su impacto.
Un caso de esto último es el nuevo terminal del aeropuerto Jorge Chávez, que promete colocar a nuestro país a la vanguardia regional en este tipo de instalaciones y que, según ha confirmado esta semana Juan José Salmón, CEO de LAP, en entrevista con este Diario, debería entrar en operaciones el próximo 18 de diciembre. El problema con esta obra es que todavía no se ha culminado la infraestructura que debe llevar a los usuarios hasta ella; el Estado Peruano no ha construido el puente Santa Rosa (que se espera para diciembre del 2025) ni, mucho menos, la vía expresa que debe conectar el aeropuerto con la Costa Verde (que está proyectada para el 2027).
De manera provisional, el Gobierno ha dispuesto que se instalen dos puentes modulares que estarían listos en octubre para salvar este inconveniente; sin embargo, como es evidente, el plazo entre la instalación de estos y la puesta en marcha del nuevo terminal es tan corto –de apenas dos meses– que las autoridades otra vez terminarán corriendo contra el tiempo y sin posibilidad de darle a la nueva infraestructura un período de prueba para evaluar y ejecutar posibles correcciones.
Además, existe el riesgo de que los puentes modulares terminen funcionando de manera permanente, restándole urgencia al Ejecutivo para apurar las otras obras de acceso al aeródromo. De hecho, en conversación con este Diario en octubre pasado, el ministro de Transportes y Comunicaciones, Raúl Pérez-Reyes, reconoció que “el puente Santa Rosa va a convivir un tiempo con los puentes modulares para ayudar a descargar el tema del tráfico [...] hasta que no tengamos el intercambio en Línea Amarilla y la vía expresa Santa Rosa”.
Para variar, el metro subterráneo de Lima que está actualmente en construcción llegará al actual terminal de pasajeros del aeropuerto capitalino, que dejará de funcionar cuando el nuevo empiece a operar en diciembre, y no a este último. El MTC ha justificado esta rocambolesca situación con el hecho de que cuando se hizo el trazo de la vía subterránea en el 2014 todavía no se tenía listo el proyecto final del nuevo Jorge Chávez, por lo que ahora la estación más cercana al renovado aeropuerto quedaría a dos kilómetros.
Esto, por supuesto, es inadmisible; de nada servirá contar con el aeropuerto más moderno de la región si los usuarios no tenemos formas rápidas y fáciles de llegar a él. Y ni hablar del impacto que esto tiene entre los turistas, que ya hoy en día padecen las inclemencias del tráfico limeño tan pronto abandonan el aeropuerto.
Sin caminos al nuevo terminal, el país estará perdiendo una posibilidad única de convertirse en una potencia turística en la región. Ojalá que el Gobierno tome el asunto con la urgencia y seriedad que merece.