La historia del Perú de los últimos diez años está llena de políticos que solo han sabido probar el oprobio popular. Ahí, en un clima crispado y desconfiado, el exmandatario Martín Vizcarra es una excepción. Dejó la presidencia con altos niveles de apoyo ciudadano y, en una cancha de pigmeos, destaca como un potencial candidato para el 2026.
No lo merece. El exgobernador regional de Moquegua enfrentará un juicio a partir del 28 de octubre por presuntamente recibir S/1 millón de Obrainsa para adjudicarse el proyecto Lomas de Ilo, y otros S/1,3 millones del consorcio liderado por ICCGSA para obtener la licitación del Hospital de Moquegua. Fueron precisamente revelaciones vinculadas a estos casos las que gatillaron la vacancia de Vizcarra en noviembre del 2020 por parte del Congreso. La fiscalía superior del equipo especial Lava Jato lo acusó recientemente también por el delito de colusión, con lo que el pedido total de condena asciende a 25 años de prisión.
Vizcarra se diferencia de otros políticos prominentes no solo en sus niveles de popularidad, sino también en la contundencia que llevan las acusaciones fiscales en su contra. Con la excepción del expresidente Alejandro Toledo, Vizcarra es sin duda el político de alto nivel más comprometido por la carga de las pruebas, la calidad de los testigos, la trazabilidad de los depósitos, entre otros. El reciente nombramiento de Alejandro Salas, exministro y ardiente defensor de Pedro Castillo mientras usaba fajín, como su nuevo vocero debería pintar la figura completa del tipo de personaje del que se trata.
Y si bien coimas con este nivel de claridad deberían ser suficiente para sepultar la imagen de cualquier político, a la mochila del exgobernador hay que sumarle varios ladrillos. La vacuna encubierta contra el COVID-19 y las groseras mentiras para ocultarla. El destructivo populismo que cultivó durante toda su presidencia y que contribuyó al lamentable clima político de hoy. Las acusaciones de corrupción en las labores del Ministerio de Transportes y Comunicaciones (MTC), tanto cuando él era ministro como cuando era presidente. El pésimo manejo de la pandemia en términos económicos y salud, y que hundió al país entre los últimos del mundo en el desempeño en ambos frentes durante el 2020 (esta semana, de hecho, la fiscalía reabrió el caso por presunto delito de colusión y, alternativamente, por negociación incompatible, respecto de la compra de pruebas rápidas para detectar la enfermedad). El affaire Richard Swing. Martín Vizcarra merece un lugar prominente, más bien, entre los políticos que más daño han hecho durante este siglo.
Vizcarra, no obstante, está lejos de verse como un político en las postrimerías de su vida activa. Como se sabe, con vistas a las elecciones del 2026, el mes pasado solicitó al Tribunal Constitucional anular la inhabilitación que pesa en su contra para ejercer cargos públicos. Alega que se ha vulnerado su derecho constitucional a participar en la vida política (algo similar al argumento del expresidente boliviano Evo Morales para permitirse la reelección indefinida unos años atrás).
Vizcarra parece confiado en que logrará la rehabilitación legal para participar en elecciones y que su partido, Perú Primero, podría tener un lugar protagónico en el 2026. Su actividad proselitista bajo el lema “Vizcarra vuelve” gana dinamismo, y sus apariciones mediáticas intensidad. Esto es, por supuesto, lamentable. Vizcarra no merece una nueva oportunidad como servidor público. Ha demostrado tener todas las cualidades que deberían descalificar a cualquier político. Así como la presencia de otros potenciales candidatos invita a una serie de reflexiones nacionales sobre el estado del país y la democracia, la presencia perenne de Martín Vizcarra en la vida política nacional también debería ser vista como una condición preocupante del Perú de hoy y que dice algo de las condiciones democráticas en las que vivimos.