Mario Ghibellini

Llamar “recorte de sueldo” a la práctica en la que cíclicamente han incurrido algunos miembros de las distintas representaciones nacionales de las últimas décadas es un eufemismo. La referida expresión hace pensar en una medida de austeridad que determinados congresistas podrían haber adoptado en sus despachos por razones de ajuste presupuestal y quizás hasta dando el ejemplo (es decir, si se nos permite el ejercicio de humor negro, empezando por recortar sus propios sueldos). Pero, como se sabe, no es esa precisamente la figura de la que estamos hablando. Lo que los históricos cultores de la práctica en cuestión han hecho ha sido, en realidad, succionarles a sus trabajadores parte de su paga. Forzarlos a que se la entreguen por debajo de la mesa a algún cómplice suyo que se encargará de que, al final de una ruta no muy enrevesada, llegue a sus bolsillos. Un robo, diría uno. Pero el derecho penal es rico en nombres para los múltiples delitos cuya sanción prevé y a este en particular lo conoce como ‘concusión’. Un pecadillo que, en nuestro ordenamiento legal, puede ser castigado hasta con diez años de “pena privativa de la libertad”, y que en estos días ha regresado al centro de la noticia.

–Last but not least–

En menos de dos meses, en efecto, cinco casos de concusión entre actuales ocupantes de curul han sido denunciados ante la prensa o el Ministerio Público, generando la discutible impresión de que lo que antes era un mal episódico se ha transformado ahora en una peste. Lo discutible, desde luego, no es que el referido mal constituya hoy una peste, sino que esa sea una condición adquirida recientemente. Desde los tiempos de Michael Urtecho, paradigma y enseña de todos los parlamentarios que alguna vez han deslizado sus dedos en la faltriquera de sus colaboradores, ha existido la sospecha generalizada de que solo estábamos viendo la punta punzocortante de un iceberg imposible de derretir que se extendía bajo el Palacio de la Plaza Bolívar. El excongresista de Solidaridad Nacional perfeccionó el arte que nos ocupa quedándose hasta con las asignaciones por refrigerio de sus trabajadores, pero epígonos de menor talento que lograron permanecer furtivos no han de haberle faltado.

Sea como fuere, acusadas de concusión han captado de pronto los titulares de los diarios y han desfilado por las pantallas de esos programas político-policiales que, como el espejo de Pinglo, nos muestran cotidianamente una dolorosa realidad. Se trata de Magaly Ruíz, elegida como representante por La Libertad en las listas de Alianza Para el Progreso (APP); Heidy Juárez, elegida en Piura por ese mismo partido (aunque luego migrada a la bancada de Podemos Perú); Katy Ugarte, ungida en las urnas como legisladora por Cusco y dueña de una disposición nómade que la llevó de la bancada de Perú Libre a la del Bloque Magisterial y de allí a la imprecisa hueste de los ‘no agrupados’; María Cordero, integrante del grupo parlamentario de Fuerza Popular gracias al voto de los tumbesinos; y Rosio Torres, supuesta vocera de los intereses loretanos en el hemiciclo, que originalmente vistió también la casaquilla de APP.

Sus casos, lógicamente, no son idénticos. Y van desde el comedido “descuento” de S/300 o S/400 auspiciado por la señora Ugarte a fin de, según ella, pagar publicaciones que mejorasen su imagen en el Cusco, hasta el crudo “¡Vamos al cajero de una vez!”, proferido por la señora Cordero frente a un asistente que afirma haber sido despojado de cifras cercanas a los S/4.500 mensuales.

Como suele ocurrir con los depredadores, no obstante, mucho más llamativas que sus diferencias son sus semejanzas. Las cinco parlamentarias aficionadas a la tijera tuvieron, por ejemplo, un cómplice. Triste pinche encargado de recolectar en su nombre el producto del pillaje. Las cinco, también, provienen del interior del país (La Libertad, Piura, Cusco, Tumbes y Loreto, respectivamente). Y las cinco, ‘last but not least’, son mujeres.

Se trata, como decíamos, de detalles simplemente llamativos, de los que sería un error derivar conclusiones ligeras y a todas luces falsas. Como, por ejemplo, que los mencionados secuaces habrían sido pobres víctimas de unas tiranas que los tenían hipnotizados, o que las personas de provincias tendrían una mayor inclinación a las conductas delictivas que los limeños, o que las damas serían, por naturaleza, menos honestas que los caballeros. Extraer de esta historia moralejas como esas sería una evidente paparrucha.


–Inconveniente estadístico–

Para lo que sí sirven, sin embargo, los datos aquí resaltados es para desvirtuar otras especies igualmente arbitrarias que campean en la retórica de los devotos de aquello que se conoce como la ‘corrección política’. Como, por ejemplo, que la gente de origen provinciano ostenta una nobleza escasa entre los capitalinos, o que las mujeres son, por razones providenciales, moralmente superiores a los machos de la especie. Sentencias frecuentes sobre la distribución de méritos y deméritos en este mundo que, estamos seguros, usted alguna vez habrá escuchado y que encuentran ahora un cierto inconveniente estadístico para sostenerse. Las ‘mochasueldos’ han puesto dos viejos mitos en entredicho y sospechamos que pronto tendrán que pagarlo.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Mario Ghibellini es periodista

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