Fui a ver «Oppenheimer» con mi madre, que se pasó la mitad de la película preguntándome si no tenía frío. Abrí con mi hermana álbumes de fotos antiguas que, pese a haber visto cientos de veces, aún continúan revelándonos cosas nuevas sobre el pasado. Canté las canciones de Perales en una terraza un viernes por la noche. Canté rancheras el 28 de julio en un local claramente mexicano de la calle Bonilla. Canté el himno de la caballería del Ejército, después de comer pollo a la brasa. Presenté una novela en la Feria del Libro en un salón bautizado con el nombre de mi poeta favorita. Firmé ejemplares a cientos de lectores que, con sus abrazos, sonrisas y cariñosas palabras, me recordaron que la realidad queda muy, pero muy lejos de Twitter.
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Movilizado por el hambre y la nostalgia, aterricé una madrugada en el Glotons, otra en Sándwiches Monstruos, otra en Siete Sopas. Fui al teatro del ICPNA a ver (y aplaudir) la última obra de Juan Carlos Fisher. Fui al MALI a admirar la extraordinaria «Los incas. Más allá de un imperio», que en dos horas desmintió las lecciones del colegio acerca del Tahuantinsuyo. Me quedé con ganas de ir al Museo de Historia Natural y tocar las gigantescas vértebras del ‘Perucetus colossus’. Volví a tomar Kola Inglesa. Volví a comer Sorrento. Caminé las siete cuadras de la calle del barrio de mi adolescencia, pero no logré reconocer a ninguna de las personas que transitaban por ahí. Resolví a medias un crucigrama gigante. Vi en casa de una amiga un cuadro de Luz Letts —donde un hombre o muchos hombres deambulan perdidos— que se me quedó instantáneamente grabado en la cabeza. También se me quedó grabada la escultura de cera «Ejecución», de Johanna Hamann, que descansa en una esquina de la casa de mi amigo Augusto Escribens.
Concedí decenas de entrevistas haciendo el infructuoso esfuerzo de no repetir mis respuestas. Me encontré con una prima del lado paterno que me confió reveladores secretos de nuestra familia común. Conocí una discoteca llamada Sodoma que hace estricto honor a su nombre bíblico. Probé una gomita de THC y al día siguiente acudí a una entrevista televisiva bajo los efectos de aquel compuesto psicoactivo. Volví a ocupar la cabina de una radio musical donde fui absolutamente feliz durante largas mañanas de la década anterior. Quedé prendado del cebiche de De Alfredo, del arroz chaufa de Otani, de la chita de Amoramar. Fui a una marcha en el Centro de la ciudad, ayudé a cargar una bandera blanquirroja y me tomé ‘selfies’ al paso con entusiastas miembros del movimiento Alfa y Omega, y con no menos entusiastas integrantes del movimiento Trans del Perú. Revisité antiguas estancias barranquinas donde se fraguó buena parte de mi juventud más noctámbula: el Sargento, el Juanito, el Tizón, La Noche (en esa última parada reencontré a Luchito Martínez, el cantinero más querible y mejor conservado del Far West limeño).
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Fui al cementerio a conversar unos minutos con mi padre. Desayuné con un sacerdote que solía sacarle canas verdes a un excardenal del que hoy no sabemos nada. Me enteré de que mi suegro fue, durante un ciclo universitario, esmerado discípulo del gran Umberto Eco en Italia. Y me enteré de que a mi abuelo paterno le decían Tarzán. Dejé una pinta de grueso contenido político en el baño de un bar del jirón Quilca. Acudí a un programa deportivo de televisión donde me regalaron una camiseta de la ‘U’ y otra del Napoli de Maradona. Conversé con un taxista venezolano que está decidido a migrar a Europa, no porque le vaya mal en el Perú, sino porque no soporta el caos, el ruido, la delincuencia y la informalidad. Recibí un tratamiento de acupuntura para aliviar las secuelas de un desgarro muscular. Disfruté del inédito sol de este invierno trastornado. Y me fui de la ciudad imaginando cómo sería mi vida si hace nueve años no hubiese tomado la sabia decisión de abandonarla. //
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