Jaime Bedoya

Lo más desconcertante del desastre nacional que están generando las lluvias es que se trata de una tragedia conocida, histórica, anunciada, y evitable. Se sabía que iba a pasar y pasó.

El tema trasciende el rubro de la prevención de desastres. Esta ya es una especialidad conocida y estudiada a profundidad. El Ingeniero Julio Kuroiwa, con verdadera paciencia oriental próxima a la santidad, desde la década del 60 se pasó la vida advirtiendo de todas las catástrofes naturales que se ciernen permanentemente sobre el Perú. La reacción típica: consultarlo después de un terremoto o huaico. Siempre después.

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El último mapa de posible es del 2016. Ya se sabe qué es lo que hay que hacer, no hay misterio ni magia. La incógnita mortal es entender por qué no se hace. Tratar de descifrar por qué en el Perú la prevención es una disciplina post mortem.

Este desinterés por tomar las precauciones respecto a una amenaza anunciada parece incurrir en laberintos sicológicos, sino siquiátricos. En ese extravío sin salida a algunos no les importa matar y otros no les importa morir.

Quienes roban en una obra de prevención que nunca se hizo ni se hará le deben sus ganancias a poner en riesgo vidas ajenas. Quienes trafican con propiedades inhabitables que yacen en el medio de un huaico están cometiendo un asesinato inmobiliario. Quienes no se ocupan de trasladar a terrenos seguros a quienes vuelven a instalarse en una quebrada están facilitando una tragedia.

Asimismo, quienes vuelven a levantar su casa en la orilla de la misma quebrada que arrasó su propiedad el año pasado, el antepasado, y así por los siglos de los siglos, manifiestan un impulso tanático tan intenso como probablemente irreversible. Un desprecio a la muerte fomentado por la pobreza y el abandono. Mejor morir que perder un pedazo de tierra, así esté maldito, única posesión tangible en este mundo cruel.

Hace miles años lluvias torrenciales asolaron la civilización Mochica. Cultivaban una orfebrería y cerámica notables que hoy son piezas de museo y objetos del deseo de los traficantes de arqueología. Su arquitectura religiosa, parte de ella aún sobrevive, era majestuosa y plástica, sugiriendo el esplendor supremo que deben haber gozado en su momento de apogeo. Igual, a los Mochica las lluvias y Niños los impactaron repetidamente.

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Ellos no tenían ciencia para advertirles de riesgos evitables. Tenían religión y sentido común para mitigarlos. No construían en quebradas y sus campos eran ajenos a las inundaciones, sobreviviendo a decenas de Niños. Pero las lluvias no pararon, señal de que habían perdido el favor de los dioses. Su desgastada clase dirigente, que nunca renunció al privilegio de pompa y lujo según los fabulosos adornos de oro encontrados luego en sus tumbas, al cabo del tiempo no pudieron gestionar la crisis permanente.

Nosotros si tenemos ciencia, pero ni así. Kuroiwa se interesó por la prevención y mitigación de desastres naturales a raíz de una tragedia familiar. En los años veinte su abuelo viajó a Japón para comprar una serie de artículos que luego traería al Perú para venderlos aquí y con eso sostener a su familia. Los bienes quedaron almacenados en el puerto japonés de Yokohama. Entonces sucedió el terremoto, tsunami e incendio de 1923 y la familia Kuroiwa lo perdió todo.

Su trabajo de campo desde los 60s, su investigación y asesoría de tesis en la UNI lo llevó a empezar a escribir su tratado sobre la prevención de desastre en 1994. Este recién se publicó en el 2002. La ONU lo consideró tan valioso que mandó imprimir miles de ediciones en inglés para distribuirlas gratuitamente en todos los países del mundo susceptibles a la furia natural. El título del libro de Kuroiwa es tautológico: Reducción de desastres. En su índice está todo lo que debe hacerse para evitar, o mitigar, lo que ahora es desgracia y llanto.

Quiso el destino, léase el chapucero golpe de Castillo, que el actual desastre natural no nos encontrara con el como presidente. La posibilidad exponencial de corrupción e incompetencia hubiera sido gigantesca, inconmensurable campo de cultivo inundado de cutra y asesoría fantasma. La misma que por cierto habría estado acompañada de la narrativa ideológica de rigor en donde entre los responsables de los aluviones hubieran estado la prensa, los blancos, y la derecha. Solo una nueva Constitución hubiera parado las lluvias en seco, dirían. Que poca cosa es el populismo al lado del salvaje principio de realidad.

A la naturaleza se le atribuye una sabiduría espontánea y poderosa. Las evidencias de esto son perfectamente atendibles. Por ejemplo, al cabo de haber perdido más de tres meses atrapados en el enfrentamiento y la inmovilidad generada por intereses políticos canalizados en un balbuceante golpe de estado, vino la brutal fuerza de la naturaleza para recordarnos a la mala cuáles son los asuntos realmente trascendentes. A saber, velar por los más vulnerables que los demagogos dicen defender a pedradas e incendios. Esto no es solo asistirlos, bendita sea la caridad, sino incorporarlos de manera digna y legal a la ciudadanía.

Si es que fuera cierto aquello de que el Rímac es el río hablador, ahora ya no está hablando, sino gritando. Y lo que nos está diciendo es que dejemos de perder el tiempo en cojudeces. La toma de Lima no la hizo el populismo. La hizo nuestra indolencia ante los riesgos bajo los que nos toca vivir, que nunca son iguales para todos.


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