En la casa de Eriberto Gutiérrez Robles siempre se hablará del sábado 4 de noviembre de 2023. Los padres, hermanos y amigos del deportista contarán lo sucedido a sus hijos y estos a los suyos, y así la historia irá legándose a las siguientes generaciones hasta convertirse en leyenda. En todo Apurímac contarán cómo, una semana después de haber obtenido la histórica medalla de bronce en los Panamericanos de Santiago en canotaje slalom, donde se batió sobre las aguas torrentosas del Aconcagua, luchando con el representante mexicano la tercera posición hasta el último minuto, Eriberto Gutiérrez se presentó en la Municipalidad de Abancay para ser nombrado «hijo ilustre» de la región.
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Y entonces narrarán que ese día, luciendo la camiseta manga corta de la selección peruana de canotaje, subió al escenario, apretó la mano del alcalde Raúl Peña, lo miró a los ojos sin titubear, como anticipándole lo que estaba a punto de hacer, dejó que el hombre colgara de su cuello una medalla de reconocimiento, incluso recibió de sus manos un diploma, y se encaminó al atril para tomar el micrófono. Y cuando las personas del auditorio, y las propias autoridades reunidas en el proscenio, alrededor de una mesa de manteles blancos puntuados por botellitas de Coca-Cola, esperaban oír el típico discurso sobón, las clásicas palabras protocolares de agradecimiento, Eriberto —con el mismo temple demostrado en la competencia días atrás— habló de ironía, habló de injusticia, habló de falta de apoyo y, dirigiéndose al alcalde Peña, con la voz a punto de quebrársele, le aclaró: «¡Este es esfuerzo mío!». Y quienes cuenten esto en el futuro deberán añadir, desde luego, que al abandonar la tarima, como para redoblar la épica de su gesto, el muchacho renunció a la medalla que acababa de recibir despojándose de ella, dejándola en el suelo como se deja una cáscara, y se retiró cubriéndose el rostro debido al llanto o más precisamente a la frustración, sin ser consciente de que acababa de darles a todos una inolvidable lección de rebeldía.
Cómo no conmoverse ante la actitud insumisa de Eriberto en estos días en que, ya sea por el miedo justificado a recibir un balazo en las calles, o por el simple hastío que produce ver a la clase política operar en el fondo de su podredumbre, nadie protesta ante las autoridades. Hemos normalizado oficialmente tanto su incapacidad como nuestra parálisis. Así convivimos. Por eso, sorprende y emociona que al menos un ciudadano se arrebate y, sin recurrir a la violencia verbal ni física, sea capaz de enrostrarle a un funcionario público no solo su insensibilidad, sino su asqueroso oportunismo. Ese ciudadano tiene treinta años, es kayakista, se sacó la mugre durante años entrenando en el Silcon y el Pachachaca, los ríos ubicados a cien metros de su casa, sin contar con la ayuda tantas veces solicitada a los hombres de saco y corbata que procrastinan en el municipio de su localidad, y acaba de ganar una medalla que, en efecto, no significa “un triunfo para el país”, sino un triunfo para él y, acaso, su familia.
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Lo más fácil habría sido quedarse callado, pasar piola, olvidar, no hacer escándalo, decir «muchas gracias, señor alcalde» y listo. Así actúa la mayoría: agacha la cabeza ante las luces del poder y olvida súbitamente sus convicciones. Pienso, por ejemplo, en el politólgo Javier González-Olaechea, quien, pese a apoyar públicamente la tesis del fraude en las elecciones de 2021 —estaba convencido de que la señora Dina Boluarte llegó a ser vicepresidenta ilícitamente—, acaba de aceptar, en nombre de las causas más nobles y prístinas, por supuesto, el fajín de canciller. Uno puede comprender la debilidad humana ante la tentación del cargo, pero al menos habría sido elegante dar una aclaración, hacer un ‘disclaimer’, ofrecer un mea culpa, decir que ya no piensa como pensaba, no sé, un acto mínimo que evitara una obscena incoherencia moral. ¿Qué hizo, en cambio, el señor? Eliminó su cuenta de Twitter.
Es imposible reseñar la gran historia de Eriberto Gutiérrez, así como el penoso caso del flamante ministro de Relaciones Exteriores, y no pensar en la frase de Borges en «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz»: «Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es». //
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