Nada mejor que comenzar tu mes de agosto con un recorrido a pie gratuito por el emblemático Centro Histórico de Lima. Descubre sus calles empedradas, plazas encantadoras y majestuosos edificios coloniales mientras aprendes sobre la rica historia de la ciudad. (Foto: Wikipedia).
Nada mejor que comenzar tu mes de agosto con un recorrido a pie gratuito por el emblemático Centro Histórico de Lima. Descubre sus calles empedradas, plazas encantadoras y majestuosos edificios coloniales mientras aprendes sobre la rica historia de la ciudad. (Foto: Wikipedia).
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Renato Cisneros

Hoy regreso a Madrid después de haber pasado casi dos meses en la ciudad donde nací, crecí y viví hasta los treintaiocho años. Vengo a Lima con frecuencia, pero por lo general lo hago solo y mis planes suelen remitirse al trabajo y poco más. Esta vez fue diferente. Vine de vacaciones familiares y pude, al fin, sentirme como si viviera nuevamente aquí.

Pude ver a todos los parientes y amigos que extrañaba, en almuerzos largos, copiosos, llenos de risas, brindis, abrazos y juramentos.

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Pude ir al cine con toda la familia. Vimos Inseparables: héroes de Central Park en el cine Junior de Larcomar; la sala estaba vacía y mi hija Julieta aprovechó para deslizarse no menos de treinta veces por el tobogán.

Pude ir –también con la tribu– al Centro de Lima: visitamos la estación Desamparados, almorzamos milanesas en El Cordano, recorrimos tres cuadras del Jirón de la Unión (donde nos cruzamos con Frankenstein, dos muñecos de Disney y la Llorona), y vimos el musical de El Principito en el Teatro Segura. Cuando pasamos frente a Palacio de Gobierno, Julieta me preguntó: «papá, ¿esa es una cárcel?». Me quedé tieso. «Más o menos, hija, más o menos».

Pude acudir a tres programas de YouTube y me llamó positivamente la atención el profesionalismo con que se generan ciertos contenidos digitales en el Perú. Los formatos no son precisamente novedosos (paneles, duplas, gente hablando de esto y aquello), pero sí el lenguaje, la libertad, el atrevimiento, la desacralización de la comunicación en pantalla. Hasta me dieron ganas de retomar Sálvese Quien Pueda, el programa digital de entrevistas que hicimos con Josefina Townsend durante la pandemia y que duró hasta después de las últimas elecciones generales. (Habla, Josefina, ¿volvemos el 2025?).

Pude cumplir un sueño muy acariciado: intervenir en un show musical. Ocurrió un jueves, en La Taberna de Lima, en Miraflores. No canté –para no arriesgar la salud auditiva del público–, pero sí me puse a contar historias, relatos que se alternaban con los temas del gran Aldo Rodríguez, cuyo privilegiado timbre de voz cautivó a los asistentes.

Pude reencontrarme con muchísimos lectores y firmé sus libros con gran gusto y corroboré que el éxito literario, de existir, radica en el siguiente hecho verificable: que tus palabras den compañía o refugio a alguien que no conoces, que quizá nunca vayas a conocer, pero que mira el mundo desde tu mismo lugar, acaso con tus mismos ojos.

Pude celebrar el centenario de la U, mi equipo de siempre. (Mis amigos peruanos en Madrid no comprenden cómo es posible que aún persevere en mi incondicionalidad hacia un club de fútbol peruano, viviendo además en España, que alberga una de las mejores ligas del mundo. «Es como si un chileno llevara diez años viviendo en Lima y todavía extrañara comer ajiaco o caldo de congrio», comentó ilustrativamente uno de ellos).

Pude regresar a la colorida cabina de Radio Oxígeno, colocarme los audífonos y compartir el morning show con Alfredo Gálvez, mi partner radial de tantos años.

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Pude detenerme en el malecón de Miraflores a contemplar el horizonte y darme cuenta de cuánto extraño el Pacífico. En Madrid no hay mar; para ir a la playa hay que manejar, mínimo, cuatro horas. Aunque a ciencia cierta, no sé bien si extraño el mar en sí mismo o la certeza de su cercanía y la potestad de sumergirme en él. Como sea, me hace falta. Todo limeño tiene una relación con el océano.

Pude también espantarme con la violencia reinante. Desde mi infancia hasta mi adultez, Lima siempre ha sido escenario de robos, atracos, crímenes (por no hablar del terrorismo), pero esta reciente seguidilla de extorsiones, ajustes de cuentas y asesinatos a mansalva me ha impresionado para mal. O tal vez lo verdaderamente impresionante es que tantos homicidios no sean un escándalo nacional, ni para la gente común, ni para los medios, menos aún para las autoridades, que parecen ya haber claudicado en su ¿lucha? contra delincuentes y sicarios.

Pude, finalmente, sentarme a pensar si quiero volver; o si nos conviene volver; o si tiene sentido volver. «¿Por qué volverías a un país que está yéndose al diablo?», me preguntó alguien hace unos días y no supe qué contestarle. Supongo que la respuesta, si hay una, la encontraré lejos, en Madrid, la ciudad donde llevo otra vida, una vida más sedentaria, más descansada, más anónima.

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