Hasta esa noche en Asunción, Christian Cueva era solo un buen seleccionado. Luego fue la selección.
“Esa noche en Asunción” es todo lo que ocurrió en paralelo a la goleada 4-1 de Perú, la selección de Ricardo Gareca, a Paraguay. En su cancha y ante su gente. La foto de Raúl Sifuentes del 10 peruano caminando solo al vestuario, por ejemplo. El inusual movimiento en los archivos de diarios, pues la Blanquirroja no ganaba fuera de casa hacía 12 años. El fastidio de José Luis Chilavert, que declaró que la selección “se agrandó”. Todos quienes ido viajado alguna vez hasta ese país, fronterizo con Brasil, Argentina y Bolivia, coinciden con la explosiva mezcla que significa jugar en el Defensores del Chaco: un clima siempre superior a los 30 grados, humedad de selva y el experto arte de los defensores paraguayos pared de frontón: todo lo devuelven. Pelotazos y patadas. Encima manejan a la perfección el guaraní, su segunda lengua, y entonces son lo suficientemente capaces de desquiciarte si te encaran, pues no se sabe si te están hablando o insultando. En el fútbol, eso es una ventaja.
El 10 de noviembre del 2016, tarde en Lima noche en Asunción, la selección peruana tenía los discretos números de los que no clasifican al Mundial, vieja costumbre patria: octavo lugar, 8 puntos, apenas dos triunfos y dos empates. Era un equipo a la altura de los 8 ciclos desde España 82: eliminado.
El más rebelde contra ese pesimismo parecía ser el futbolista que rescató Gareca de la crítica y que para esa noche, había jugado todos los partidos del proceso desde el 2015. La bandera del ciclo Christian Cueva. El muchacho de Huamachuco al que sus padres iban a llamar María Fátima Margarita.
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Se iba a llamar María Fátima Margarita y la iban a vestir de rosa.
Maqui acababa de entrar a sus años más felices de la maternidad y Luis todavía era el 10 de rulos en el club Pedagógico Huamachuco, en La Libertad. Maqui es la mamá de Christian Cueva. Luis es el papá. Los dos querían ser padres nuevamente. Los dos, la familia Cueva Bravo, estaban enamorados. Los dos sabían que si la familia crecía tendrían que gastar menos y trabajar más. Los dos le pedían a Dios que el nuevo bebe tenga la sonrisa sencilla de él y el cabello dócil de ella. Los dos soñaban con que, si era mujercita, se iba a llamar María Fátima Margarita y le iban a comprar todo el ajuar para recién nacido del color que es tradición en provincia para niñas, rosado bajito. Para el caso, regalo esforzado de quien te ama antes de nacer, papá Luis cruzó la frontera hasta el Ecuador con tal de comprar los ropones, las medias, el juego de cama y el primer vestido de muñeca para la nueva heredera.
Nada es imposible para unos padres que esperan a su princesa.
La ecografía de los ocho meses, un mes antes de la fecha programada del nacimiento, confirmó la gran noticia para la casa. Así lo recuerda Maqui Bravo, la mamá de Christian Cueva que aún hoy lo llama “Mi pequeño”, con humor e inocencia, con el tono con quien solo sabe agradecer a Dios. Sin embargo, había que esperar una sorpresa.
—Y el que vino fue mi Christian. ¡Ya teníamos todo comprado y era hombrecito!”, dice Maqui, emocionada, cuando recuerda esos días de inicios de los 90. Así se la vio en un reportaje de canal 2 en los días previos al último Mundial.
Christian Cueva nació el 23 de noviembre de 1991, Huamachuco, La Libertad. Es un distrito de la provincia andina de Sánchez Carrión, a unas 4 horas de Trujillo, en el norte de Lima. Nació así, con esos ojos saltones y esos dientes pelados. Fue delantero, retrocedió unos metros e hizo la carrera en la Universidad San Martín, gracias a una gestión de Alberto Masías. Y esa noche de noviembre del 2016 jugó el primer partidazo de tantos partidazos de las Eliminatorias para Rusia. Dentro y fuera de la cancha.
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Los códigos en el fútbol son como los tornillos: ayudan a sellar. Todas las selecciones los tienen. La Argentina campeón del mundo del 86 no se construyó solo de buenos jugadores alrededor de Maradona. Ayudó la música que escuchaban, las cábalas de Bilardo, los religiosos asados de Chitoro Maradona y su compadre, el papá de Claudia Villafañe. También destruyen: cada tanto, algún señor futbolista de la selección del 81 dice que no se respetaron y entonces, ese equipo de Uribe, Oblitas, Cueto y Velásquez que ganó en Parque de los Príncipes, se rompió.
El grupo de Ricardo Gareca los tiene, más allá de las propias y muy conocidas cábalas del entrenador. Uno de ellos es el chat de whatsapp donde llaman “Capitán del Futuro” a Renato Tapia, donde el Mudo Rodríguez habla, donde se le dice “Cholo” a Cueva. En la selección más descentralizada de los últimos 20 años -Trauco es de Tingo María, Yotún del Callao, Advíncula de Chincha, Jefferson de Villa El Salvador, Corzo del Santa María, uno solo resume los afectos por esa palabra tan dura y tan noble, según como se use:
El Cholo es Cueva.
Ese Cholo entró furioso al vestuario luego del 1-0 del primer tiempo ante Paraguay. Y aunque era el futbolista más bajo de ese plantel (1.65m), todos lo vieron. “Muy poca gente sabe que en el vestuario, al medio tiempo en Asunción, él tomó la palabra. No Guerrero. No Alberto. Cueva”, dice Horacio Zimmermann, conductor de Movistar Deportes, uno de los periodistas que siguió a Perú en el extranjero todas las fechas de Eliminatorias. Se lo ha contado Cueva alguna vez. Un hombre muy cercano al comando técnico -y que por obvias razones prefiere mantener su nombre en reserva- recuerda los 15 minutos de ese entretiempo como “muy decisivos” para lo que ocurrió después en las Eliminatorias.
¿Qué dijo en esa charla Cueva? ¿Fue una arenga o más bien una declaratoria de guerra? ¿Por qué él y no el capitán del equipo? Acaso una de las mayores virtudes del plantel es el respeto y la solidaridad: ninguno es más importante que el otro, ni por edad o por liga donde milite. Como en otros tiempos. Las versiones coinciden con lo que Cueva diría después, en charla al borde del campo con el periodista y conductor de TV Pedro Eloy García. Les dijo que no podían perder con ese rival. Que habían hecho un gran primer tiempo y que tenían que ganar, que jugando como jugaban tenían que trasladar el resultado al campo. A su estilo, todo.
ESTA FOTO DE RAÚL SIFUENTES PARA LA FPF RESUME EL MOMENTO:
Misión cumplida! Vamos Perú!!! pic.twitter.com/MqfncU4YLK
— Raúl Sifuentes B. (@rsifuentesb) November 11, 2016
Para esos cuatro goles en el Defensores del Chaco se necesitaban cuatro diarios deportivos y los teníamos. O más. El Bocón tituló su portada “Este es mi Perú”, Líbero fue más directo: “Volvemos a Soñ4r”. Depor, el diario de deportes más joven del Perú, encontró en la inspiración de Augusto Polo Campos su línea de tapa y puso “Alma, corazón y vida”. Todo Sport trasladó el grito de la cantina: “De la PTM”. Trome, el diario de mayor venta nacional, gritó “Grítalo, Perú”. Y El Comercio, el Decano, también se quedó afónico: “Que lo grite todo el Perú”. Fuera de las palabras, los adjetivos y los signos de admiración, lo que más se veía en las portadas del 11 de setiembre del 2016 era el rostro sudoroso en primer plano de Christian Cueva.
Tanto que salpicaba.
Una tarde en Orlando, en un amistoso de la selección, Cueva le contó a un grupo de periodistas que ninguno de los llamados “pesos pesados” del plantel peruano se “molestaron” por ese discurso caliente, mezcla de rabia y frustración, que tanto sirvió para voltear el marcador 4-1. “Me sorprendió lo bien que lo tomaron”, les dijo. “Pero a la vez me di cuenta de que ya había grupo. Que nadie estaba por encima de otro”.
Cuarenta y cinco minutos después de esa charla, Cueva fue el mejor jugador de la cancha, anotó dos goles y lideró a una selección que necesitaba ese triunfo como una vacuna para curar su salud. Parecía que en lugar del uniforme umbro de Perú tenía un traje radiactivo: nadie podía/quería acercarse y quitarle la pelota. “Hablamos ayer y hoy siento mucha felicidad -dijo tras el 4-1-. Por mis compañeros, por mi país. Desde niño soñé esto con esta linda camiseta. Perdón pero hoy se me sale todo, mantengamos los pies en la tierra, por favor”.
Así fue. Los sacó solo para subir al avión a Rusia.