Acababa de terminar de cocinar las lentejas de todos los lunes cuando un sonido me hizo viajar en el tiempo a un feliz recuerdo: la cortadora de gras de la casa de mis papás y el olor a jardín recién cortado. El refugio seguro de mi niñez.
Desaparecido el recuerdo, me asomé al ojo de pez de la puerta de entrada de mi departamento. El sonido venía de afuera. Pude ver una de las escenas más cercanas a lo que he podido leer en Atwood, Huxley, Orwell o Borges; un camino interminable, posiblemente virulento, abandonado y solitario que es el corredor que me lleva a la zona de los ascensores. Un hombre totalmente cubierto y sin cara, con traje de astronauta, esparcía un producto químico que asfi xiaba cada partícula infectada de nuestra área común.
Invadida por esta densa niebla, me sentí como si fuera un insecto enjaulado al otro lado del vidrio. Cualquiera que hubiese visto esta imagen podría transportarse a una situación de ciencia fi cción, pero no hay fantasía en esta pandemia, todos estamos viviendo la misma experiencia irreal. Aguanté la respiración todo lo que pude y, cansada del espectáculo, me fui a almorzar con mi esposo y mis hijos.
Ya son más de 30 días desde que el colegio me regresó a mis hijos a casa. Recién estaba poniendo mis cosas en orden tras la muerte de mi mamá. Por lo que tuve que reinventarme como madre, ama de casa, profesora, instructora de aeróbicos, cocinera, contadora y demás. Y ahora, ciudadana en una epidemia.
Sin tener tiempo de procesar mi duelo, una noticia devastó al vecindario en marzo. Nuestro vecino, el Sr. Eduardo, de 68 años, falleció de insuficiencia respiratoria producto del coronavirus. El barrio se convirtió en noticia, tomó conciencia de la magnitud de este virus y de lo cerca que estaba de nosotros. Era el segundo caso mortal de COVID-19 en el Perú. Muchos pensarán qué tanto puede afectar el sistema organizado en un barrio de Miraflores. Muchísimo. Soy consciente de que no es una experiencia comparable con la de la mayoría de la población, la de aquellos que, sin recursos y aterrados, viven encerrados sin poder trabajar para subsistir.
Sin embargo, en Miraflores, en el edificio Santa Ana, el efecto moral del virus no disminuyó ni un ápice. Tampoco la angustia que acarrea su presencia. Porque ninguna otra experiencia, emoción, impulso ni circunstancia ha sido más fuerte que la presión de aferrarnos a la solidaridad entre vecinos, hasta el punto de guardarnos los más íntimos secretos. Nos convertimos en un equipo, en una familia, con tareas comunes. Apoyando a nuestros vecinos que carecen de juventud, fuerza y vitalidad.
El edificio Santa Ana, inaugurado en 1968, es una construcción antigua en la ladera del acantilado de Armendáriz. Aquí nació Sandro, un historiador muy reconocido, con gustos excéntricos y que guarda una complacencia auténtica por el respeto al prójimo. Aquí vive nuestro padre Jossep, misionero de Maryknoll, que nos mantiene unidos espiritualmente. Hace misas desde su casa y otorga la bendición de una manera moderna, a través del WhatsApp. Un adorable señor veterinario jubilado, con su encantadora esposa, profesora, viven aquí desde hace 26 años. También un biólogoquímico, periodista, empresario y crítico gastronómico que ha hecho por el Perú lo que pocos han podido, sembrando el concepto de patria que en tantos años de historia no hemos logrado consolidar.
Quien fue presidenta de la junta de propietarios por más de 20 años, Maricarmen, es una mujer perspicaz que le da vida al edificio. Mi vecino de enfrente, un ingeniero civil cuyos padres fueron residentes desde los primeros tiempos del edificio, transmite, junto a su esposa, una energía increíble y son para mis hijos fuente de cariño puro.
El Sr. Jorge, un ingeniero jubilado que vive aquí desde el 74, tiene en la mirada una historia asombrosa que contar, aunque solo habíamos mantenido con cordialidad saludos y conversaciones cortas en el ascensor. El Sr. Alfonso, que vive aquí desde el 95, un abogado penalista, quien fue en su tiempo un tiburón en el rubro; fue el primer “amigo” que hicieron mis hijos en el edificio. También está Jorge, nuestro vecino arquitecto, amable y respetuoso, con el que coincido siempre al bajar la basura, junto a su perro Spot, de 15 años de edad. Y podría seguir contando.
Con todos ellos formamos un chat que se llama “Amigos Santa Ana”, en donde hemos mantenido comunicación desde que falleció nuestro querido vecino, el Sr. Eduardo, del departamento 64. Lo recordamos siempre para no perder la motivación que nos llevó a unirnos. Para ello y por ellos, nos hemos organizado, dirigidos por Daniel y Lizet, de la actual junta directiva. Aun teniendo hijos chiquitos y familia que atender, se dan tiempo para ver por tantas necesidades de un edificio de más de 250 habitantes.
Valerie y Ángela son de las propietarias más recientes del edificio y todos los días están atentas a que no nos falte nada. Un escritor, cineasta y psicólogo clínico de profesión, que vive aquí desde el 2005, colaboró con los medios para informar sobre las dificultades que vivíamos desde que empezó la cuarentena, a pocos días de haber fallecido el Sr. Eduardo. Dificultades que se relacionaban a la falta de atención del MINSA, que se mostró ajeno a la magnitud del problema central. A pesar de que uno de los nuestros falleció por el COVID-19, no se ha realizado la prueba a todos los vecinos, como declaró el presidente Vizcarra en la conferencia de prensa: solamente se repartieron 12 pruebas. Luego comprendimos que no iba a haber suficientes para toda la población y era necesario utilizarlas solo para casos críticos.
Hemos tenido a más de una persona con el virus en el edificio y nos hemos encargado del cuidado, la seguridad y la alimentación de aquellos que lo necesitaban. Hasta el día de hoy tampoco se acercan a verificar si están fuera de peligro; la incertidumbre continúa. Lo mismo sucede con la promesa de desinfección, cuya labor fue contratada por la junta directiva. Inicialmente ningún delivery quería acercarse al edificio cada vez que dábamos la dirección; estábamos en el ojo de la tormenta. Si no fuera por una psicóloga especialista en recursos humanos, que tomó las riendas de la logística de compras, no tendríamos acceso a productos de higiene, salud y alimentación. Si esto pasa en un barrio privilegiado de Miraflores, es preocupante imaginarse –y enterarse– lo que está pasando en otros lugares del país con muchos menos recursos. Una doctora joven, Daniela, de 28 años, que nació aquí y vive con sus dos abuelas, sale todos los días a trabajar. Nos mantiene al tanto de la realidad fuera de nuestro edificio. Rodrigo, un abogado español, ha tomado el control sobre los asuntos legales que refieren al pánico colectivo que en algún momento sacudió a los vecinos y el susto que produjo estar rodeados de reporteros, policías y militares. Temíamos terminar como la película española Cuarentena. Si no la han visto, y no sufren de problemas cardiacos, véanla.
Es meritorio reconocer el esfuerzo de una persona en especial que –sin ser vecino del edificio ni realizar ningún cargo administrativo en este– decidió por voluntad propia quedarse y hacer la cuarentena con nosotros, dejando a su familia, su esposa y sus cuatro hijos. Luego de confirmar que felizmente don Ismael (portero de toda la vida de la Santa Ana, que recibió a Eduardo cuando llegó de España) estaba fuera de peligro, Elvis asumió su rol. Desde que murió Eduardo, el proceso forense y fiscal duró casi 24 horas desde que pudieron ingresar a su departamento hasta que lograron trasladarlo al crematorio. Imagen que jamás podré borrar, con dolor y recordando su amable sonrisa en cada cruce de entrada y salida del edificio. Vivir de cerca el impacto de una muerte te asienta, cala y penetra. Nuestro entorno se vio invadido por pensamientos relacionados a la muerte, al coronavirus, a la escasez, al pánico y al miedo. Son la solidaridad, el apego y las risas los antídotos que logran aminorar, en la falta de libertad, el recuerdo del mal invisible del que no podremos escondernos.
Lo que puedo rescatar de todo esto es un aprendizaje intenso en mantener la calma, valorar el tiempo de calidad y aceptar que la vida no será igual. Enseñarles a mis hijos a ser coherentes, empáticos, conscientes; y cuidarlos desde los recursos más básicos que tengo para que no les falte nada. Para que cuando crezcan y se asomen por el ojo de pez de sus departamentos no haya un hombre de blanco rociándoles químicos y haciéndolos sentir irremediables víctimas del caos. //
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¿Qué es un coronavirus?
Los coronavirus son una amplia familia de virus que pueden llegar a causar infecciones que van desde el resfriado común hasta enfermedades más graves, que se pueden contagiar de animales a personas (transmisión zoonótica). De acuerdo con estudios, el SRAS-CoV se transmitió de la civeta al ser humano, mientras que el MERS-CoV pasó del dromedario a la gente. El último caso de coronavirus que se conoce es el covid-19.
En resumen, un nuevo coronavirus es una nueva cepa de coronavirus que no se había encontrado antes en el ser humano y debe su nombre al aspecto que presenta, ya que es muy parecido a una corona o un halo.
¿Qué es la Covid-19?
La covid-19 es la enfermedad infecciosa que fue descubierta en Wuhan (China) en diciembre de 2019, a raíz del brote del virus que empezó a acabar con la vida de gran cantidad de personas.
El Comité Internacional de Taxonomía de Virus designó el nombre de este nuevo coronavirus como SARS-CoV-2.