¿Qué le dice uno al Papa cuando lo tiene al frente? ¿Se le trata de su santidad? ¿Se le hace una reverencia? Preguntas inútiles que se contestaron solas cuando saludó, uno a uno, a los ochenta periodistas que lo acompañamos en el vuelo de Roma hacia Santiago de Chile en enero de 2018. Entre ellos, figuras vaticanistas como Valentina Alazraki, la corresponsal de Televisa que ese día sumaba 141 vuelos papales y Elisabetta Piqué de “La Nación”, cuyos hijos fueron bautizados por el propio Francisco. Todos relajados y bromistas. No como los peruanos y chilenos que componíamos un cuadro de ansiedad, nerviosismo y ojeras.

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Escoltado por su coordinador de prensa y un fotógrafo que disparaba flashes a ritmo de metralleta, el Papa llegó hasta mi asiento: el 43J. El último del avión. Tras presentarme, le entregué la biografía de San Martín de Porres escrita por José Antonio del Busto.

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Juan Carlos Fangacio

—Me dijeron que es devoto de San Martín...

—No tanto de él, sino de la escoba. Porque cuando hay que limpiar a gente que molesta, me encomiendo a la escoba y él los barre.

—También le entrego algunas ediciones del Archivo Histórico de El Comercio. Una sobre San Martín de Porres, otra de Santa Rosa, pero esta es especial. Le traje el periódico del 1 de abril de 1908, el día que se fundó su club San Lorenzo.

—¡El del 8! ¡Gracias! [El Papa leyó un momento la primera plana y luego volteó hacia Greg Burke, entonces portavoz del Vaticano, y le dijo: “Guárdamela. ¡Es importante!”].

Juan Aurelio Arévalo le hace entrega al Papa de la biografía de San Martín de Porres escrita por José Antonio del Busto, además de ediciones históricas del archivo de el Comercio. (Foto: archivo personal)
Juan Aurelio Arévalo le hace entrega al Papa de la biografía de San Martín de Porres escrita por José Antonio del Busto, además de ediciones históricas del archivo de el Comercio. (Foto: archivo personal)

Cinco años antes, intenté sacarle una declaración en su primer viaje como Papa, durante la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro. Lo perseguí en su recorrido en un Fiat Idea con las lunas abajo y el pulgar en alto, dejándose abrazar y fotografiar. También lo seguí entre los callejones de Varginha, la favela a la que llamaban la ‘Franja de Gaza’ y que era el mayor centro de venta de crack en Brasil. Bajo la mirada de francotiradores, Francisco se abrió paso entre una multitud de paraguas, estrechó manos, visitó la casa de un vecino y hasta pisó la cancha del humilde Río Petrópolis F.C., que parecía un pantano por la lluvia. Lo conseguí finalmente en el hospital San Francisco de Asís. Junto con Gerardo Reyna, de RPP, nos colamos por una escalera de servicio usando nuestras mejores caras de “yo no sé, yo no entiendo” y nos hicimos amigos de la hermana Nadir López, una monja sentada en la fila de autoridades que entendió nuestra misión y nos tapó con un paraguas durante tres horas para que los mastodontes de peinado militar y auriculares en la oreja no nos botaran. Cuando el Papa finalmente se acercó a saludar, le pedimos unas palabras para el Perú y nos dijo: “Que Dios los bendiga”.

FRANCISCO EN CASA

El papa Francisco, de 81 años, llega en el papamóvil a celebrar una misa en la base aérea de Las Palmas, en Lima, el 21 de enero de 2018. El pontífice se preparaba para concluir su viaje latinoamericano con una misa en la mencionada base, donde se esperaba que un millón de fieles lo escucharan. (Foto: AFP)
El papa Francisco, de 81 años, llega en el papamóvil a celebrar una misa en la base aérea de Las Palmas, en Lima, el 21 de enero de 2018. El pontífice se preparaba para concluir su viaje latinoamericano con una misa en la mencionada base, donde se esperaba que un millón de fieles lo escucharan. (Foto: AFP)
/ ERNESTO BENAVIDES

Cada jornada de la gira por Chile y el Perú empezaba a las 4 de la mañana. Los reporteros, con traje oscuro, como dicta la norma vaticana, pasábamos por rigurosos controles de seguridad para abordar cada avión una hora antes que el Papa. Cada cámara, trípode y mochila debía estar etiquetada. Al aterrizar, apurábamos el paso hacia los buses y seguíamos las instrucciones de Matteo Bruni, portavoz del Vaticano. En Lima, el Papa tuvo que cambiar de auto porque se le reventó una llanta en la avenida Colonial y nuestro bus se quedó atrapado bajo un puente, detrás de Palacio. “¡Corri veloce! ¡Andiamo subito!”, nos gritaba Bruni mientras corríamos por la Alameda Chabuca Granda rumbo a una puerta trasera que nos permitiera llegar a tiempo al encuentro con Kuczynski.

En el Perú las calles se abarrotaron de gente, en Chile primó la distancia. No hubo fieles esperándolo en Santiago. Ni siquiera en la puerta de la nunciatura. En Temuco, corazón de la Araucanía, fuimos escoltados por 16 motos y 20 patrulleros porque apenas unas horas antes unos radicales habían quemado dos capillas católicas. La misa se hizo en el aeródromo de Maquehue, otrora centro de torturas durante la dictadura. Una base rodeada por 700 hectáreas que los mapuches reclamaban como usurpadas. Finalmente, la misa en Iquique, habilitada para 400 mil personas, no congregó ni a la mitad. La explicación del desencanto se encontraba en los 80 sacerdotes y religiosos acusados de abuso sexual en Chile en los últimos 15 años. No ayudó en nada que el Papa defendiera públicamente al obispo Juan Barros, cuestionado por encubrir casos de pedofilia. “No hay una sola prueba en su contra, todo es una calumnia”. Poco después, Francisco pediría perdón por esa declaración.

El Papa saluda a los hijos de las reclusas durante su visita al Centro Penitenciario Femenino de San Joaquín, en Santiago de chile, el 16 de enero de 2018. Francisco fue el segundo papa en visitar Chile después de Juan Pablo en 1987. (Foto: AFP)
El Papa saluda a los hijos de las reclusas durante su visita al Centro Penitenciario Femenino de San Joaquín, en Santiago de chile, el 16 de enero de 2018. Francisco fue el segundo papa en visitar Chile después de Juan Pablo en 1987. (Foto: AFP)
/ ALESSANDRA TARANTINO

Del desierto de Iquique pasamos al encuentro con pueblos de la Amazonía bajo el calor sofocante de Puerto Maldonado para luego mezclarnos entre un mar de gente en Huanchaco y recorrer una Lima alborotada que le ofreció una impresionante despedida con más de un millón de personas en la base aérea de Las Palmas. “Cuiden la esperanza”, fue su último mensaje a los peruanos.

En el avión de regreso a Roma me quedé pensando en algo que ahora comparto con ustedes. Viéndolo sonriente y amable, me quedó claro que Francisco nunca dejó de ser Jorge Bergoglio, y ese fue siempre el secreto de su encanto. El representante de Dios en la Tierra viajaba con las lunas abajo dando la mano y pidiendo que recen por él. Un hombre que superaba los 80 años, al que le faltaba un riñón y aun así soportaba agendas asfixiantes con cambios de clima constantes y se daba el tiempo para contar chistes. Un sacerdote que, según sus biógrafos, alguna vez tuvo novia, jugaba billar, viajaba en metro, gritaba los goles de San Lorenzo y ponía el chupón del hijo de su hermana en un vaso de whisky para calmarlo. Un tipo normal que me marcó como periodista y a quien siempre recordaré con afecto y gratitud.

Enlace en las alturas

“¿Que ha hecho qué? ¿Acaso es legal?”, Greg Burke, vocero del Papa no sabía qué cara poner frente al aluvión de periodistas que se acababan de enterar de que Francisco había casado a una pareja de tripulantes de Latam en el vuelo de Santiago a Iquique. Carlos Ciuffardi y Paula Podest estaban casados por lo civil desde hacía 8 años y tenían prevista su boda religiosa, pero el terremoto de 2010 en Chile lo impidió. Ciuffardi le contó la historia al Papa, y Francisco les dijo: “Bueno… ¡los caso!”. Y así fue.

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