(Foto: iStock)
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Jaime Bedoya

Poner avisos luminosos en la avenida Javier Prado contra el comunismo no es exactamente una idea infalible. Es como llevar arena a la playa. A menos que la estrategia sea, efectivamente, consolidar una base ya conversa atollada en el tráfico.

El asunto es que el medio elegido, escandaloso además de redundante, se vuelve cargoso, prepotente y desesperado. Corre el riesgo de sembrar cansancio entre convicciones ya golpeadas por la pandemia.

Entonces el adversario, y la sociedad de indignados que habitan en las redes, convierten el tema en otro símbolo de desigualdad. La iniciativa se vuelve meme, versión digital de escopeta que dispara por la culata.

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Dicho eso, es siempre sorprendente la superficialidad de lo políticamente correcto. Mientras el tema de los paneles se denuncia como prácticamente vejatorio de la dignidad de los peruanos, no se registra en esas denuncias el mismo nivel de alerta y rechazo a una posibilidad gravísima que se asoma en el futuro cercano: la llegada de elementos filo senderistas al poder. Preocuparse por un panel en vez de por la presencia presuntamente senderista en el Congreso es de una miopía mansamente suicida.

Esto no se trata de terruqueo, sino de de la DIRCOTE y de en curso. El terruqueo es otra cosa. Es el uso deleznable y falaz del epíteto subversivo como herramienta de descalificación política. Lo usó el fujimorismo, se usó en la campaña, inclusive contra el actual presidente. El abuso del término lo banaliza, despojándolo de la gravedad de lo que realmente significa.

Por eso hay ahora un punto ciego respecto a una amenaza real. Terruqueo y terrorismo se mezclan de manera amorfa y temeraria como equivalentes. Denuncias sustentadas en hechos factuales se toman como histéricas, o exclusivas de un grupo social. Sendero no discriminó así a la hora de matar: desde el campesino hasta el empresario todos eran el enemigo. Empezando por una democracia boba que no aprende lo del escorpión y la rana. El cogió su teléfono nos recordó de que se trata esto.

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Con esto no se acusa al señor Castillo de nada, salvo de los indicios de ser un ante el Movadef con un catálogo de discursos a la medida del auditorio. Ha absorbido el malestar y la desilusión real de un sector de la población, pero es cascarón, al fin y al cabo. Dentro de ese envase, además de elementos filo sediciosos, anida ese delirio retrógrado que es el Cerronismo. El problema es que ni con la cáscara alcanza.

Sin equipo, sin propuestas, sin claridad, y en sociedad con esas dos fuerzas tóxicas, la figura idealizada del profesor bienintencionado es la crónica de un desastre anunciado. Confirma la orfandad programática, letal en tiempos de pandemia, la fórmula reiterada y vacua del candidato para resolver cada problema urgente del país:

- Lo consultaré con el pueblo.

A lo que se le suma, por propia boca de alguien que se jacta de ser maestro, del fin del Tribunal Constitucional, de la defensoría del Pueblo y de otras instituciones que velan por los derechos del ciudadano. Una barbaridad transversal para todo el espectro político.

Nada de lo anterior, he ahí el dilema, redime a la candidata Fujimori. Los electores que no quieren votar autodestructivamente – los indecisos- siguen esperando alguna señal creíble más allá de las que genera el propio instinto de supervivencia como país.

Del mal menor hemos pasado a lo menos peor, disculpen la pequeñez.

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