Los memoriosos recuerdan que así como Pedro Castillo juró simbólicamente en la Pampa de la Quinua, en Ayacucho, Alejandro Toledo hizo lo propio en Machu Picchu, Cusco. Y que el otrora sano y sagrado también apeló al racismo de los pituquitos de Miraflores. Porque, salvando las siderales distancias entre ambos gobiernos, es justo reconocer que, racialmente hablando, Castillo fue Toledo 2.0. Muy a pesar, insistimos, de los muy superiores gabinetes toledanos y su defensa -al estilo de la chacana- del modelo económico.
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Al igual que el presidente que conoce sus pescados, Castillo viajó a Davos para aflojar los bolsillos de los blancos culposos que veían (y aún ven) a Latinoamérica como una región donde el racismo es la única variable que todo lo define. Y vaya que le dio resultado, como puede verse en su posterior documental hagiográfico, que cosechó esa culpa primermundista a través del Discovery Channel.
Y hay que decir también que Toledo fue la versión capitalista de Evo Morales, acaso el precursor del arte de vender tercermundismo en Occidente. Una argucia gruesa que sin embargo ha logrado convencer a eminencias académicas como Francis Fukuyama y Steven Levitsky. Pensando en ellos, habría que analizar exactamente cómo es este racismo peruano, que es tan complejo como simple según el punto de vista desde el que se analice.
Alguna vez el sociólogo Guillermo Nugent comparó el racismo peruano con el dial de una radio. Un degradé que matiza todo con factores exógenos como la ironía, la capacidad adquisitiva y la idiosincrasia. Bajo esa mirada, el racismo peruano sería gradualista y relativista. Es por eso que uno puede ser el blanco del barrio y el cholo del trabajo al mismo tiempo. O el colorado del colegio y el oscuro de la universidad a la vez. Eso difiere radicalmente del racismo norteamericano que literalmente divide la sociedad en blancos y negros en una especie de ‘apartheid’ histórico que tuvo en Barack Obama su canto del cisne. En un país donde hemos tenido presidentes como Sánchez Cerro, Velasco y Fujimori, eso sería simplemente impensable.
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Todo esto vale para la esperada extradición del expresidente Alejandro Toledo. Pero bien podría aplicarse también al caso de Ollanta Humala, quien en su momento también apeló al socorridísimo argumento del racismo estructural y el orgullo cobrizo, en palabras de su padre. Humala es otro de los expresidentes envueltos en un caso de presunta corrupción. Y a estas alturas del partido, tal parece que los exmandatarios acuden a una especie de manual de seguridad que les permite refugiarse apelando a la histórica e innegable discriminación. Un factor que en el Perú es más complejo de lo que se ve en Sudáfrica y Estados Unidos.
Otro funcionario llamado Martín Vizcarra supo redituar del supuesto racismo que padeció. En palabras de Carlos Bruce, él fue la cuota provinciana de aquella plancha presidencial. Y quizá por eso recibió el espaldarazo popular cuando decidió traicionar a su plancha. Fue así como el entonces líder regional vengó el ninguneo que sufrió, de paso, humillando al cosmopolita PPK. Casi tan simbólico como el ‘chuponeo’ que el finado Mamani hizo del exgraduado de Oxford Alfredo Thorne.
Y si retrocedemos en el tiempo, el mismo Alberto Fujimori se reconocía como un chinito rodeado de cholitos. Todo a propósito de congresistas como Enrique Chirinos Soto, quien dijo que no podía ser presidente alguien que no tenía los huesos de sus ancestros enterrados en el país.
El argumento de la discriminación, como se ve, ha sido utilizado por casi todos los expresidentes instigados por la justicia. Una prueba de que el racismo -un fenómeno real, pero más complejo de lo que los gringos creen- también puede servir como coartada para argucias y casos de corrupción. //
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