Las variantes de SARS-CoV-2 y su contagiosidad están causando una gran atención mediática en las últimas semanas.
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A medida que ha ido pasando el tiempo, el virus ha ido cambiando. Ha introducido mutaciones puntuales en su secuencia génica, muchas de las cuales se traducen en cambios de aminoácidos de sus proteínas.
Con estos cambios, el virus adquiere ventajas evolutivas en el proceso de adaptación a nuestras células y organismos, que son el medio en el que se replica.
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Este proceso de adaptación no implica necesariamente una mayor virulencia, pero si avances en mejorar la unión al receptor, una optimización de su replicación, la producción más efectiva de partículas virales y su transmisión, la modulación de la patología o, eventualmente, el escape parcial de alguno de los mecanismos inmunes.
Cuando no teníamos vacunas, el virus campaba a sus anchas
Uno de los mecanismos inmunes más importantes frente a la infección es la producción de anticuerpos por parte de los linfocitos B y su capacidad de reconocer y neutralizar al virus.
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Hasta el comienzo de la campaña de vacunación, cada vez que el SARS-CoV-2 infectaba a alguien, se encontraba con el reto de superar las distintas barreras del hospedador infectado.
Pero si el individuo no había contagiado previamente, había pocas posibilidades de que el virus se encontrase con algún anticuerpo que le reconociese.
De esta forma, en cada infección, las mutaciones que el virus pudiera generar iban a ser seleccionadas e incorporadas en las nuevas partículas virales en la medida en la que supusieran ventajas evolutivas independientes del escape de los anticuerpos.
Pero cuando se encuentra con personas vacunadas, el escenario cambia.
Un obstáculo en el camino: las vacunas
La evolución en general, y la de los virus en particular, está determinada por las condiciones reproductivas en un determinado medio.
En virología existe un concepto denominado “viral fitness”, que podría ser traducido como aptitud viral, que determina la selección de aquellas partículas virales que introducen cambios para replicarse y transmitirse de forma más efectiva.
En otras palabras, se seleccionan virus más aptos al contexto de infección con el que se van encontrando.
Cuando el virus se encuentra a más personas con inmunidad, se ve obligado a enfrentarse a las defensas con las que antes no se encontraba, además de tener que competir entre sí con otras variantes.
De esta forma, las variantes que “ganarán” serán aquellas que tengan una ventaja sobre variantes previas, no preparadas para ese nuevo escenario inmune.
Por tanto, las variantes que escapen del efecto de las vacunas serían, en teoría, las que se impondrían sobre otras. En este escenario, las vacunas dejarían de funcionar a medio o largo plazo.
Fortaleza de las vacunas
Esta situación, que pudiera parecer descorazonadora en cuanto al papel de las vacunas en la pandemia, esconde un paradigma que juega en contra del virus.
Ya conocemos la capacidad de los anticuerpos neutralizantes de bloquear la unión de la proteína S del virus a la célula hospedadora. Al prevenir esta unión, el virus no nos llega a infectar.
Para escapar de esto, una estrategia que podría utilizar una nueva variante del virus sería cambiar la región de esta proteína S donde se unen estos anticuerpos para así no ser neutralizada.
Sin embargo, estos cambios que parecieran una ventaja para el virus suponen también un coste.
Al situarse los cambios en la misma zona empleada por la proteína S para unirse al receptor celular, podría empeorar su unión al receptor y reducir, a su vez, su capacidad infectiva.
Los virus tratan de solventar este paradigma de “lo que se gana por lo que se pierde” con mutaciones que afecten mínimamente a su capacidad infectiva y replicativa y que, al mismo tiempo, sean capaces de evadir parcialmente las defensas del organismo.
Como resultado de esta continua adaptación, el virus cambia parcialmente algunas de sus proteínas más inmunogénicas, como la proteína S, en un proceso denominado deriva antigénica.
Los virus de la gripe son uno de los más estudiados en cuanto al proceso de deriva antigénica.
Esta es la fuerza responsable de la aparición de nuevas cepas que circulan cada año y que obligan a reformular la estrategia vacunal frente a la gripe.
Pero a pesar de estos cambios, las nuevas cepas gripales no evaden completamente la capacidad de luchar frente a la infección de una persona inmunizada peviamente.
¿Y si nuestros anticuerpos se adaptasen a las nuevas mutaciones?
La adaptación a las condiciones cambiantes no solamente ocurre en el lado del virus.
Nuestros linfocitos B productores de anticuerpos pueden sufrir también un proceso de adaptación denominado hipermutación somática, que se deteriora con la edad.
De esta forma, los linfocitos B productores de anticuerpos frente al virus también pueden “mutar” para mejorar la capacidad de unirse a las proteínas del virus y neutralizarlos.
Esta mejora de los anticuerpos permitiría adaptarse a los cambios de las variantes.
El escenario cambiante de la lucha entre virus y hospedador se juega a dos bandas. El virus tiene que evolucionar y adaptarse continuamente a la situación inmune cambiante o, de lo contrario, extinguirse.
Quizás esta continua adaptación recuerde a situación en la novela de Lewis Carroll “Alicia a través del espejo”, donde los habitantes del país de la Reina Roja deben correr lo más rápido posible, solo para permanecer donde están.
Justamente por eso, la continua evolución de los virus en condiciones cambiantes se denomina (debido a su similitud), “efecto de la Reina Roja”. Es decir, cambiar para tratar seguir en el mismo sitio.
*Por Estanislao Nistal Villán, virólogo y profesor de microbiología de la Facultad de Farmacia de la Universidad CEU San Pablo. Este artículo apareció originalmente en The Conversation. Puedes leer la versión original aquí.
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