Otro día de la madre sin mi hijo
Otro día de la madre sin mi hijo
Ana Izquierdo Vásquez

Por Ana Izquierdo Vásquez

Hoy es el tercer Día de la Madre desde que mi hijo Renzo murió. Durante las próximas horas recibiré llamadas telefónicas deseándome feliz día, mis otros dos hijos irán a mi habitación y me abrazarán con una sonrisa en el rostro, luego me pondré un bonito vestido, abriré regalos que me sorprenderán, prepararemos el almuerzo y nos sentaremos todos en la mesa para celebrar, pero entonces ocurrirá algo que no será ninguna novedad para mí: me derrumbaré una vez más al descubrir que en todas estas escenas felices siempre falta alguien. Para algunas mujeres que han perdido a un hijo, los Días de la Madre son una disputa entre la mamá que seguimos siendo y la que, radicalmente, hemos dejado de ser. 

Hay algo que no nos dicen los manuales de duelo: cómo sobrevivir, año tras año, a las fechas importantes. El primer Día de la Madre sin mi hijo ocurrió al mes y medio de su muerte. Entonces recibí una serie de llamadas de amigos y familiares que me deseaban feliz día. Ellos no podían saberlo, pero para mí era inconcebible cualquier frase que reuniese en sí misma las palabras «feliz» y «madre». Yo en aquel momento era una mamá que no podía ser feliz. Una mamá que había comprendido que, por más hijos que tenga, cuando uno de ellos se muere se convierte de pronto en el adorado especial: todos los hijos que perdemos son hijos únicos. La muerte no solo nos arrebata a la persona que trajimos al mundo, sino que, con su feroz desamparo, nos hace sentir que dejamos de ser un poco madres.  

Enterramos a un hijo y nos partimos en dos. Sin darnos cuenta, la pérdida nos expulsa a un abismo en el que descubrimos una versión sombría y melancólica de nosotras mismas. Con el tiempo, aprendí que debo convivir con dos mujeres que existen dentro de mí: la madre que aún puede abrazar a sus hijos y la otra, la que está rota, la que acaricia y besa una fotografía, la que deja flores sobre una tumba.

Me costó entender que el aprendizaje del duelo consistía en aceptar que esas dos personas soy yo. No fue así durante el primer Día de la Madre: para entonces la mujer sin hijo había colonizado a la otra mujer, y lo único que yo lograba contemplar era mi rabia y mi oscuridad. Para el segundo año, las dos madres ya empezaban a conocerse y a sentir que, con dolor y una silenciosa voluntad, podían habitar el mismo cuerpo. Hoy ambas mujeres han conseguido vivir juntas y, aunque a veces una se interpone sobre la otra, sé que las dos forman parte de mí.

Yo soy la madre rota que besa a los hijos que aún tiene consigo. Soy la madre que a fuerza de llanto y desesperación ha cultivado el recuerdo de su hijo en su interior. Cada mañana, Renzo nace otra vez dentro de mí.

 

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