Volver a mi madre, Madre de Dios
Madre de Dios fue sonada y valorada en 1996 a partir de la producción de Daniel Winitzky “Candamo, la última selva sin hombres”. Así pasó a ser reconocida por la National Geographic Society como uno de los Siete Santuarios Naturales del planeta. Pero Madre de Dios tiene cientos de cosas y casos más para mostrarle al mundo.
Foto: Archivo El Comercio
Cuando apenas tenía cinco años, recuerdo que con mis primos íbamos a la parte trasera de mi casa -al patio- a la que nosotros le llamábamos canchón. Jugábamos a buscar la piel de alguna culebra. Nos fascinaba pensar que podíamos encontrar una “Shushupe” viva por allí, pues estas son las que más abundan aparte de las “Loromachacos”. Un día hallamos una y casi me desmayo, mi tío vino a cogerla del cuello -aunque no sé si realmente tienen cuello-. Todos nos acercamos a sentir su piel gelatinosa y helada. La dejamos ir después de todo.
Recuerdo que por las tardes en ese mismo “canchón” que daba hacia un barranco podíamos divisar “Pueblo Viejo”, la parte baja de Puerto Maldonado, que es la capital de Madre de Dios. Allí la gente se ha quedado en el tiempo. Las casitas están hechas con cercos de Pona y con techos de Crisneja. Las madres toman el agua de los pozos y con “mucho lujo” cada casita tiene su propio pozo. Allí viven decenas de familias peruanas, una verde felicidad. La naturaleza y el hombre son uno.
Cuando caía la tarde era normal encontrarnos con los “Monitos Pichico” saltando de un árbol de mango al otro, los guacamayos surcaban nuestro cielo como flechas machiguengas: ligeros y uniformes. Nos reíamos por todo ese espectáculo mágico, sentados sobre alguna rama del árbol de “Caimito”. ¡Ay, qué divertido es comer ese fruto! Dicen que está hecho para los “habladores”, porque cuando lo comes se te pega la boca, los dedos y todo lo que tenga contacto con él. Es dulce y carnoso. Con su color verde y amarillo por fuera, y mientras más amarillo, hay más posibilidades de encontrarte con un gusano dentro, como sucede con las guayabas maduras.
Las mujeres que se visten a la moda o son quisquillosas son llamadas mentecatas. Nuestra gente se ríe mucho de la vida misma, de los problemas y de las mentecatas. Cuando se quieren deshacer de alguna visita es que quieren despacharlo de una vez y si no te creen cuándo dices la verdad te dicen: ¡ya vuelta, engaña ya!
Mi abuela me contó con mucha nostalgia que no ha podido olvidar aquel día del disparo sórdido de las veintinueve balas. Era 1963, la policía Republicana y un grupo de civiles habían acribillado al guerrillero Javier Heraud, quien por encima de todo era uno de los mejores poetas de su generación. Nadie lo supo hasta después su penosa muerte. Como a Jesucristo, lo persiguieron hasta matarlo y aun después de ello su cuerpo fue maltratado. Ninguno presumió antes de que su genialidad fue tal que ya había escrito: Yo no le temo a la muerte / pero algún día / moriré entre pájaros y árboles. Y así fue, terminó muerto sobre el río que los incas le decían Amarumayo y que nosotros le decimos: Madre de Dios.
En el centro de la ciudad está el obelisco; un edificio largo de ventanales verdes y de paredes grises. Desde arriba se pueden ver todas las casitas y cómo ha llegado el desarrollo… con la Carretera Interoceánica y el Puente Billinghurst ha llegado la modernidad. En los techos ya se asoman las antenas, en las noches hay luces por doquier. Hay decenas de motos más y hasta podemos decir que hay calles donde ya se habla de excesivo tráfico.
Desde allá arriba se pueden divisar las calles y negocios nuevos, los colegios emblemáticos, y el cielo infinito que casi, casi se puede tocar.
Nuestra Plaza de Armas no tiene pileta de agua, está conformada por ancestrales árboles de mango, que si pudieran hablar, nos contarían nuestra historia entera. También hay árboles de castañuelas que van cambiando el color de sus hojas con las estaciones. En el centro de esta se ubica una torre de reloj. Nunca está en la hora correcta. Lleva una forma oriental en honor a los primeros pobladores japoneses, que decidieron subir de la parte baja de Pueblo Viejo, huyendo de las constantes crecidas del río Tambopata.
Esta es una tierra pequeña, donde todos se saludan por la calle, donde mi nueva compañera de colegio puede resultar mi prima lejana. Donde todos te preguntan tu apellido para sacar de qué familia eres, quiénes son tus tíos, tus padres o tus abuelos y hasta tu casa.
Este es el lugar donde se aprende a manejar una motocicleta a los doce o trece años -antes sin casco- y ahora con mayor protección con él. En Puerto Maldonado los chicos salen a jugar y a reír todo el tiempo que pueden. Los cuentos y fábulas de Esopo no han pegado tanto como los mitos y las leyendas, y si son de terror, mejor.
En las tardes de hacer las tareas, las chicas se escapan a comer mango o carambola verde y hasta limón con sal. Ese es el vicio que nunca se olvida.
En aquella tierra el verano se disfruta en setiembre. Los dos ríos que confluyen a nuestro alrededor se secan, dejando a la vista una arenita caliente. Paramos nuestras sombrillas, nuestra carpa o nuestras ramas de árboles y hacemos un tambo para protegernos del sol. Nuestras chicas salen a lucir sus encantos, dotadas de cuerpos piel canela, curvas marcadas, cabellos mixtos y ojos negros, se bañaran al borde de su río cual doncellas de la selva. La corriente jugará alguna mala pasada llevándose sandalias, shorts o ropas de baño mal ajustadas. Si son de los nuestros se bañan con ropa y todo. Punto.
Este Perú es tuyo, es de todos los peruanos, y como dijera el ‘Zambo’ Cavero: ¡Esta es mi tierra, así es mi Perú!
Kalú Montoya
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