
Empieza febrero y con él dos tradiciones inescapables. Una, la de los carnavales, donde el agua se convierte en munición para atacar a conocidos y desconocidos. Y la otra, la de discutir la pertinencia de la primera en un país donde el agua está, en muchos lugares, muy lejos de sobrar.
Pero más que hacer costumbre de sermonear a los que participan de esta tradición –que al final del día solo son los herederos de una práctica más antigua que la república– quizá sea más adecuado aprovechar la situación para reflexionar, en concreto, sobre la provisión de este servicio en el país. Un ejercicio poco feliz, si se le compara con los carnavales, pero que podría llevarnos a encontrar soluciones en un sector que las solicita a gritos.
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Nadie puede negar que el agua y el desagüe son clave para poder llevar una vida saludable. Así lo entendió la ONU cuando calificó el acceso a ambos como un derecho fundamental en el 2010. Y es la coartada que por años se ha empuñado para argumentar que el suministro no puede estar en manos de una empresa privada interesada en lucrar, pero sí en las manos de un monopolio estatal que “garantice” el servicio para todos. O, en el caso de nuestro país, para alrededor de un 90% de la población (estamos estancados ahí hace más de una década) y solo por 73% de las horas de cada semana en promedio (INEI, 2023), una situación que empeora dependiendo de dónde vivas.
En general, la provisión de agua en nuestro país deja mucho que desear. Si bien en el 2023 el 91% de la población accedió al agua a través de la red pública, el INEI reveló que el 73,7% no contó con agua gestionada de manera segura. Esto significa que sus hogares no la recibieron por la red, no tuvieron suministro continuo las 24 horas del día o que el agua obtenida no cumplía con los niveles adecuados de cloro residual, comprometiendo así su calidad y seguridad para el consumo. Esa cifra, además, ha venido empeorando desde el 2019, cuando fue de 68,5%.
Además, son los distritos más vulnerables del país donde el servicio es más precario y, a la vez, más caro. En Lima, por ejemplo, según la Superintendencia Nacional de Servicios de Saneamiento, un hogar con conexión a la red pública puede pagar alrededor de S/ 3 por un metro cúbico de agua, mientras que los que reciben el servicio vía camiones cisterna pueden llegar a pagar seis veces más por la misma cantidad. A esto se suma el hecho de que, incluso con acceso a agua en las casas, muchas están sujetas a que esta llegue de manera intermitente. En zonas urbanas, por ejemplo, en el 2023, el promedio pasó 30% de las horas de una semana sin poder usarla (INEI).
Toda esta situación debería llevarnos a pensar en alternativas a la manera en la que estamos gestionando el agua y a cuestionar la premisa de que un servicio brindado por el Estado hará que mágicamente llegue a todos y a bajo costo. En esa línea, no se pueden mezquinar los aportes que puede hacer el sector privado y el hecho de que, en países como Chile, el Reino Unido, Francia y Australia, su participación, en diferente medida y forma, ha traído buenos resultados.
Como en todos los aspectos del desarrollo de nuestro país, el Estado y las empresas tienen que trabajar de la mano. Estas últimas cuentan con capacidad logística y de innovación que pueden ser muy útiles. Algo para que tomen en cuenta quienes busquen liderarnos a partir del 2026.

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