A diez años de su muerte, la biblioteca personal de Manuel Jesús Orbegozo luce vacía, palidece sin libros y souvenirs de guerra. Betty, su vigorosa viuda de 90 años, aterriza sobre el escritorio papeles mordisqueados por el tiempo, periódicos y revistas en cuyas páginas dialogan silenciosamente Borges, Pol Pot y Lech Walesa.
Entre huevos de polilla y polvo, despunta el borrador de un artículo mecanografiado, un hallazgo valioso: se trata del primer reportaje de MJO en Lima, publicado en la revista Cultura Peruana en 1952. En él, la estatua de Ramón Castilla, ubicada en el Jirón de la Unión, cobra vida y MJO le invita a caminar por el centro de Lima en busca de una primicia. Para entonces, el otuzcano —nacido en 1923—, ya había abandonado sus aspiraciones de poeta y arribaba a Lima para convertirse en periodista (aunque nunca dejaría de escribir poesía). Su afán por liberar al mariscal del aburrimiento y los gallinazos terminó llevándolo a las salas de redacción de La Crónica, El Comercio Gráfico, Expreso y El Dominical; en este último se desempeñó como jefe de redacción durante tres décadas. Una carrera brillante que le valió, entre otras distinciones, el Premio Nacional de Periodismo en 1955. Se retiró tras haber sido director de El Peruano entre 1999 y 2001. No hay un momento determinado en el año para ventilar los enseres del maestro. Hoy Betty trabaja minuciosamente desempolvando sus diplomas, una máquina de escribir oxidada junto a una fotografía con Javier Pérez de Cuellar.
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La esperanza de salvar el mundo
MJO coleccionó todo lo que pudo en sus nueve vueltas al mundo, desde personajes como Yuri Gagarín, Hemingway y Josephine Baker, hasta fósiles de ammonite, turbantes y granadas. Cuando volvía a casa, se encerraba aquí para repasar cientos de apuntes y anécdotas que le servían para escribir sus libros, algo que también solía hacer el polaco Ryszard Kapuscinski.
A pesar de coincidir en varios conflictos armados, nunca se llegaron a conocer. No obstante, los dos periodistas persiguieron con apremio el lado humano de los sucesos más importantes del siglo XX. Este impulso, sospecho, provenía de una sensibilidad poética que nutrieron en su juventud y que se impuso en cada uno de sus reportajes. Al igual que Kapuscinski, MJO vivió profundamente comprometido con la esperanza de salvar al mundo de su propia tragedia, pero solo después de presenciar la hambruna en Biafra y la peste en Etiopía, y solo después de conocer a santas que consolaban a moribundos y a asesinos que masacraron a sus propios pueblos, pudo comprender —como solía decir él— que todos estamos cortados por la misma tijera.
Siempre amó ser maestro más que reportero. Durante décadas, aprovechó el poder de transformación del periodismo para moldear el corazón de sus alumnos de San Marcos y la Bausate y Meza. Los consideraba su legado más valioso, junto a sus dos hijos y nietos. Betty aún recuerda con asombro la multitud de alumnos que abarrotaban la sala de la casa de Miraflores, fascinados con sus historias del Golfo Pérsico o de la Plaza de Tiananmén.
La despedida
Cuando murió el maestro, el 12 de septiembre de 2011, alumnos de la primera hasta la última promoción que formó acudieron a despedirlo al auditorio de la Facultad de Letras de San Marcos. En el centro de la biblioteca, como un viejo lobo de mar, sus cenizas supervisan la escena desde una urna de mármol. Betty le conversa. MJO diría que es tremenda, qué bárbaro, no jadea, no se cansa nunca. Se alegraría de saber que “Anteojos” no ha parado de reír en todos estos años, que los cientos de búhos que dejó aún cuidan de ella. Yo desempolvo la urna de mi abuelo. Presiento que le hubiera fascinado informar de un hecho asombroso como el robo de sus propias cenizas. Quizá un día alguien se atreva a hacerlo y lo devuelva para siempre al Sahara o al río Sena. Sería una forma arriesgada, pero tan suya, de seguir viajando por el mundo.
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