
Todo comenzaba con un fantaseo, con una especulación en torno a un personaje, a un hecho que la memoria le traía inopinadamente. Luego, tomaba notas, hacía esquemas, acumulaba fichas, para después empezar a escribir el magma del proyecto, un monstruoso despliegue de páginas -4.000 para “La casa verde”, 5.000 para “Conversación en La Catedral”- que era, según él mismo, la parte del proceso del proceso que le costaba más: un material en bruto consistente en episodios, situaciones e historias contradictorias, muchas veces reiteradas bajo distintos puntos de vista, que escribía con la inseguridad de no saber a dónde le iba a llevar tal esfuerzo. Cuando trabajaba en sus primeras novelas, esas rutinas inacabables sabían, por tramos, a una inmolación; llegó a comparar sus jornadas con las de un minero de la Oroya. Pero tras haber terminado el magma, seguía la parte predilecta de su oficio: editar, corregir, aumentar, suprimir... hasta que la novela, luego de varios años, aparecía cerrada y maciza.
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De ese modo, Mario Vargas Llosa erigió una impresionante cordillera de obras maestras que da inicio en 1963, con “La ciudad y los perros”, continúa con “La casa verde” (1966), “Los cachorros” (1967), la notable “Conversación en La Catedral” (1969), “Pantaleón y las visitadoras” (1973), la entrañable “La tía Julia y el escribidor” (1977), la universal “La guerra del fin del mundo” (1981) y llega hasta 1984, cuando publica su incomprendida “Historia de Mayta”. Esta última es una novela que debe ser rescatada. A Vargas Llosa siempre le extrañó la frialdad con la que fue recibida, y tenía razón en extrañarse: se trata de uno de sus artefactos narrativos más complejos y brillantes, su indagación más audaz sobre la naturaleza de la ficción y sus ambivalencias, y la mejor novela política que se ha escrito en nuestro país. Cuando se publicó, la izquierda latinoamericana la consideró un ataque burdo -Mayta, el revolucionario protagonista, es gordo, feo y homosexual- y la maltrató cuanto pudo en reseñas y notas periodísticas. Cuarenta años después, inmersos en una coyuntura completamente distinta, es posible leerla sin las anteojeras ideológicas de entonces y comprenderla en su verdadera dimensión.
Si el aporte de Vargas Llosa a la novela, durante esos veinte años, fue deslumbrante, su contribución al ensayo resultó asimismo extraordinaria. En 1971 publica “García Márquez; historia de un deicidio”, monumental estudio en el que disecciona con meticulosidad y acuidad la obra del autor de “Cien años de soledad”, y donde se extiende sobre su teoría de los demonios, que explica su concepción del ejercicio novelístico. Como bien apuntó José Miguel Oviedo, la teoría se aplica perfectamente al caso de Vargas Llosa y de algunos otros escritores (como, claro está, García Márquez), pero de ningún modo puede extrapolarse de manera universal: las razones por las que se escriben novelas son muchas y diversas. Después, en 1975, entrega otro ensayo estupendo, “La orgía perpetua”, tal vez el trabajo más logrado sobre “Madame Bovary” y una de las declaraciones de amor literario más hermosas y estimulantes que pueden encontrarse.

Luego de “Mayta”, Vargas Llosa publica una serie de novelas menores, pero de indudable interés: “¿Quién mató a Palomino Molero?” (1986), “El Hablador” (1987) y “Elogio de la madrastra” (1988), secuencia que fue interrumpida por los dos años de campaña para las elecciones del noventa, que sorpresivamente perdió. De esa experiencia regresa con uno de los libros más importantes, no solo de su carrera, sino del siglo XX peruano: “El pez en el agua”, memorias que combinaban una mirada a su infancia y juventud con la crónica vívida del proceso electoral en el que estuvo involucrado. Lo primero que nos impresiona al leerlas es su honestidad intelectual; lo segundo, lo poco que han envejecido en estos treinta años: las meditaciones de Vargas Llosa sobre las fisuras y abismos que separan a los peruanos, sobre la intelectualidad barata, sobre su condena a los estatismos y populismos siguen tan vigentes como cuando aparecieron por primera vez. Novelísticamente, los noventa fueron una década de baja intensidad: “Lituma en los Andes” (1993), es una historia bien contada, aunque algo lejana de la maestría que antes había desplegado; y “Los cuadernos de don Rigoberto” (1997) significa una incursión fallida por el género erótico. En el presente siglo va a combinar ficciones de primer orden, algunas de ellas comparables a las de su etapa inicial, como son “La Fiesta del Chivo” (2000), “Travesuras de la niña mala” (2006) y “Tiempos recios” (2019) con otras menos afortunadas (“Cinco esquinas”, 2016, “Le dedico mi silencio”, 2023). Como fuere, es admirable cómo un hombre que declaró que solo dejaría de escribir cuando estuviera imposibilitado de hacerlo cumplió con ello legando novelas excepcionales a una edad en que la mayoría de sus colegas viven de lo hecho en tiempos mejores.
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Muchas cosas nos apenan de la muerte de Vargas Llosa. Entre ellas, que ya no podremos leer el libro que muchos de sus seguidores esperamos durante largos años: la segunda parte de sus memorias, donde debía contar su ascenso como uno de los escritores más celebrados de su tiempo, los entretelones de la amistad con García Márquez, su ruptura con la Cuba castrista, su viraje hacia el liberalismo, así como los años posteriores a la derrota ante Alberto Fujimori.
Quizá tampoco podremos acceder a ese prometido libro sobre Sartre, su primer gran maestro, de quien aprendió que las palabras eran actos, que el compromiso del escritor con su tiempo era fundamental y que la literatura era una de las cosas más serias del mundo. De él, sin duda, aprendió el papel del escritor que se pronuncia ante la realidad, y lo ejerció hasta el punto de que ya en los años ochenta era para los peruanos una suerte de conciencia moral, como lo fue Gunter Grass en Alemania: la voz que se alzaba contra el autoritarismo, los atropellos a los derechos humanos, la amenaza de las dictaduras que actualmente atormentan a Venezuela, Cuba y Nicaragua, y que en los momentos de extrema tensión -de los que en estos años hemos tenido muchos- llamaba a recordarnos los principios básicos de la democracia que nos había costado tanto recobrar y que debíamos preservar a toda costa.
Otra cuestión que nos apena es que hasta hoy no contemos con una buena biografía de Vargas Llosa. Las que hay disponibles adolecen de la misma obsecuencia que les impide entender al novelista más allá de la admiración rendida. Hay, en todo caso, dos buenos libros de entrevistas que suplen parcialmente esa carencia: el de Cano Gaviria, “El buitre y el ave fénix” (1972) y “Diálogo con Mario Vargas Llosa” (1988), a cargo del brasileño Ricardo A. Setti, quien se las arregló para que el nobel se prodigara sobre algunos puntos poco conocidos de su vida personal. Por no mencionar dos ensayos encomiables, “La tentación de la palabra” (1998) de Efraín Kristal y “Palabras en el mundo” (2025) de Alonso Cueto. Pero el libro más valioso, hasta hoy, que se le ha dedicado a Vargas Llosa es “La invención de una realidad” (1982), empresa totalizadora de Oviedo, esclarecedora guía para conocer los entresijos de los prodigios técnicos y estilísticos que ponen en marcha el universo vargasllosiano.

Para mi generación, Vargas Llosa era como el dinosaurio de Monterroso: cuando abrimos los ojos, él ya estaba ahí, hecho un escritor reconocido en el mundo entero, un intelectual con tribuna en los medios más prestigiosos, una figura ubicua que ningún peruano podía desconocer. Y, ya mayores, fue quien supo hacernos retener el aliento cuando el Poeta le anuncia al Jaguar, en esa celda sórdida, que él fue quien lo ha denunciado; quien nos conmovió cuando Santiago Zavala es incapaz, aquella noche en la avenida Arequipa, de declararle su amor a Aída; o que nos volvió cómplices de Marito cuando viaja de pueblo en pueblo para que un alcalde lo case con la tía Julia. Es difícil explicar cómo se puede querer a un señor que no conocíamos, que nunca habíamos visto en persona y que llegaba a nosotros por las historias que nos contaba, y con las que contaba cómo era el país donde nos tocó nacer y nos narró nuestras frustraciones, humillaciones, aspiraciones e indagaciones.
Sobre Borges, quien coqueteó con los regímenes de extrema derecha sudamericanos de los setenta, Juan Villoro dijo “lo admirábamos, pero nos hubiera gustado quererlo”. A Vargas Llosa lo admiramos y lo quisimos, pese a todo. Él nos advirtió que a nuestros maestros debíamos cuestionarlos, criticarlos con ferocidad, discrepar de ellos sin temor. Y lo hicimos, porque más de una vez se equivocó, especialmente en sus últimos años, cuando sus posiciones de derecha se agudizaron mucho, demasiado. Pero eso ya no importa. Su herencia es tan vasta, tan incomparable, que lo más seguro es que ninguno de los que leen estas líneas sea testigo de un fenómeno semejante al que Vargas Llosa personificó. Y no me cabe duda de que, cuando ninguno de nosotros estemos aquí, los peruanos lo seguirán leyendo, discutiéndolo y estudiándolo.
En su fin estará su comienzo.
Una vida dedicada a la creación de mundos

La primera novela de Vargas Llosa fue rechazada por varios editores, hasta que una noche Carlos Barral, revisando una pila de manuscritos desechados por los lectores de su editorial, la rescató y la publicó, desatando el inmediato interés de la crítica y los lectores por ese desconocido joven peruano de 26 años que había escrito una novela increíblemente madura e imperecedera.

Fue su prueba de fuego. ¿Podría el autor de La ciudad y los perros, ese clásico instantáneo, igualar esas alturas en su siguiente entrega? No solo las igualó, sino que las superó: ficción conradiana, La casa verde exhibió las portentosas facultades técnicas de su autor, así como una ambición que le permitió llevar a cabo, con brío, su meta máxima: la novela total.

Esta novela es ya célebre entre nosotros por la pregunta que la inicia (“¿Cuándo se había jodido el Perú?”) y también lo es por el modo en que Vargas Llosa responde, a través de 600 páginas, a esa inquisición; mostrándonos las componendas y miserias del poder autoritario, sus consecuencias en anónimos destinos particulares y el horizonte histórico de un país que parece sumido en una irreparable defectividad.

Vargas Llosa, con este libro, inauguraba entre nosotros un género que años después se tornaría controversial: el de la autoficción. Tomando elementos de su propia biografía, sin maquillarlos apenas, nuestro nobel se embarcaba por primera vez en un relato que desentrañaba los espejismos y las trampas de la ficción y sus directas consecuencias en la realidad.

Quizá su novela más universal. Un Vargas Llosa liberal, convencido del fracaso de las utopías, escribió una historia que, tomando como punto de partida “Os Sertoes” de Euclides da Cunha, gira en torno a la lucha por instalar una en pleno estado de Bahía, en el Brasil. Para muchos, la máxima expresión del talento del escritor arequipeño.

Vargas Llosa no destacó como dramaturgo, pero su primera incursión en el género fue más que correcta. Echando mano de sus recuerdos familiares, su obsesión acerca de las fronteras porosas entre la realidad y la fabulación lo conduce a recrear los últimos años de una matriarca cuyos delirios cuestionan hechos vividos para enlazarlos con sus propios deseos y fantasías.

Luego de una serie de obras menores, Vargas Llosa comenzó el nuevo siglo con una de sus novelas fundamentales, donde vuelve a explorar el horror de las dictaduras latinoamericanas, los bajos fondos del poder, la determinación de quienes lo resistieron y fracasaron en el empeño, formando de este modo un laberinto de historias construido con inconfundible maestría.

Una de sus novelas más flaubertianas. Una historia de amor constante más allá de todos los obstáculos que, sin temor a la ternura y al acento romántico, no resbala jamás en la ligereza y el melodramatismo. La Niña Mala es, por derecho propio, uno de los personajes más entrañables de toda la narrativa vargasllosiana.










