La maternidad ha sido y es la mejor forma de conocerme, de aceptar mi lado más vulnerable y el más fuerte. El espacio donde más incómoda me siento, a pesar que el amor sobra. Es incómodo porque me muestra mis miedos y heridas, porque pierdo mi individualidad y la privacidad.
Llevo más de dos años de ser mamá, mamá de una hija que me saca de mi zona de confort y mamá de un o una bebé que nunca conocí.
Hoy vuelvo a escribir después de un año, porque siento que este post me lo debía a mí, se lo debía a mis hermanas-amigas y a todas las que hemos pasado por una pérdida en silencio. Porque la presión social-familiar es tan fuerte que a veces callar es tu mejor aliado.
Mientras escribo este post me doy cuenta que socialmente sólo se nos considera madres al tener a nuestro bebé en brazos. Y creo que uno se convierte en mamá en el instante que sabe que está gestando y haces todo para proteger esa vida.
Cuando Claudia se enteró de su segundo embarazo, tenía menos de 6 semanas. “Sé el día exacto que concebí, fue el 30 de marzo y lo recuerdo porque fue la última vez que estuve con mi pareja”, afirma convencida de que sus cálculos son correctos.
Aunque nos cueste entender, a veces la mejor protección es no seguir, como en el caso de Claudia, que con la voz entrecortada me dice: “tenía mucha ilusión de que mi hija tenga un hermano, pero era consciente que no podría con dos niños, a nivel emocional y económico. Y en ese momento tampoco podía parar, así que seguí con mi vida”.
En esas semanas de gestación, su mantra fue “perdóname si no estoy haciendo bien”, “te amo muchísimo”. Se lo decía a su bebé pero también a ella. La ginecóloga le había dicho que debía guardar absoluto reposo y no hacer fuerza, pues tenía un hematoma de gran tamaño y la vida de su hijo corría peligro.
Al paso de unos días, mientras cargaba unas cajas, sintió que “algo se desgarraba” en su útero. Esa noche, sola en una sala de emergencia, a pesar de no botar ni una sola lágrima fue consciente de que una parte de su vida se iba en esos coágulos de sangre.
Un día, ya en casa, mientras veía a su hija mayor jugar pensó que lo hecho era una monstruosidad. Por varios meses llevó esa culpa en el pecho. “Había días que no podía respirar, sentía que la tráquea se me cerraba y el aire no entraba ni salía”. Hasta que una noche ese dolor se convirtió en llanto. Lloró por varias horas, mientras su hija dormía. “Mi mamá estaba en casa, me aferré a sus piernas como una criatura y le conté todo, tenía mucha vergüenza, me sentía un monstruo”.
Su madre, una mujer de mucha fe, le dijo: “yo también sufrí una pérdida, sé lo que es llevar ese dolor, pero aunque te cueste entender, siempre los tiempos de Dios son exactos. No te aflijas ni culpes más, suficiente tienes con no ver a tu bebé crecer”.
Y es que al perder a un hijo, sin importar la edad gestacional, te rompes por dentro. Es el momento en el que uno necesita el apoyo máximo de su familia, de sus amigos, de especialistas que nos ayuden a superar esa pérdida y a vivir nuestro duelo. Cada mamá y cada maternidad es única y está llena de desafíos y sacrificios que solo tú ves.
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