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El día en que el viejo aeropuerto Jorge Chávez dijo adiós: crónica de una despedida
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A las tres de la tarde, parecía un día como cualquier otro en el viejo aeropuerto Jorge Chávez. El mismo vértigo de siempre. Familias corriendo, altavoces anunciando vuelos, colas en migraciones, pasajeros arrastrando maletas con apuro. Nadie habría sospechado que este sábado 31 era el último acto de un escenario que por décadas fue el punto de partida y llegada de millones de personas. Este edificio ya no era un lugar de tránsito, sino de despedida.

Cerca de las cuatro de la tarde, aparecieron los primeros signos del adiós: periodistas con cámaras, micrófonos, curiosos que llegaban sin boleto en mano. El viejo Jorge Chávez dejaba de ser solo un aeropuerto. Se transformaba, por unas horas, en un lugar de memoria. Se respiraba una atmósfera distinta: la de los finales.
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A las cinco, las señales se hacían más evidentes. Tiendas cerradas, oficinas desmanteladas, empleados apurados embalando cajas. En un rincón, los trabajadores de McDonald’s lloraban abrazados antes de tomarse una selfie grupal. No era solo el fin de un turno, era el fin de una etapa. El aire tenía algo de mudanza y algo de duelo.
No todo era melancolía. Algunos trabajadores, reunidos en pequeños grupos, celebraban la mudanza como un hito. Sonreían, se tomaban selfies entre cajas y stands a medio desmontar. Un momento de cierre, pero también de alivio y expectativa.

En los pasillos, la tripulación de los últimos vuelos pasaba a toda prisa. Ningún piloto declaraba, pero se notaba en sus rostros que sabían que estaban por cerrar un ciclo, que estas eran las últimas veces que despegarían desde ese lugar.
A esa misma hora, en la oficina de ATSA, la mudanza fue tan rápida que parecía una evacuación. A las 3 p.m. había personas y equipos. A las cinco, no quedaba ni una mesa. La urgencia era real: en pocas horas debían reinstalarse en el nuevo terminal. El viejo Jorge Chávez se vaciaba.
Pero no todos se iban. Algunos, por el contrario, llegaban. No para viajar, sino para despedirse. Familias enteras se reunían en el patio de comidas como si se tratara de una fiesta de fin de año. Tomaban fotos en las columnas, en los letreros, en las escaleras eléctricas. Una familia —los Sánchez Taza— recorría los dos pisos del aeropuerto como si quisieran grabarse cada rincón. No venían para viajar. Venían a recordar.
“Acá (en el Callao) vivimos hace 33 años. Siempre viajábamos y estábamos cerca para embarcarnos”, dijo Elmer Sánchez, con la voz quebrada. Su hija, Deysi, no pudo contener las lágrimas. “Cuando éramos niños veníamos a pasear al aeropuerto. Ahora, al saber que se va a ir, nos da un sentimiento de añoranza. A los 5 años subíamos y bajábamos en las escaleras eléctricas, jugábamos. Veníamos cuando se iba la luz. Todos esos recuerdos se quedarán en la mente”.
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Afuera, el tráfico de la avenida Faucett seguía como si nada. Pero adentro, las emociones flotaban como si el edificio entero estuviera diciendo adiós. A las seis de la tarde, en las oficinas de las aerolíneas, se veían abrazos entre compañeros, despedidas en voz baja. Otros grababan videos para subirlos a redes.
A las seis y media, otras familias llegaban para retratar el momento. El Jorge Chávez viejo, ese que tantos despreciaron por pequeño, por congestionado, por ruidoso, se estaba revelando como un símbolo. Un espacio que formaba parte de la historia de la capital.
No eran pocos los que, sin tener vuelos ni compromisos, se acercaban solo para registrar su último paseo por la vieja terminal. Algunos grababan cada paso con el celular, desde el ingreso por la avenida Faucett hasta el patio de comidas. Como si quisieran dejar constancia, en una imagen, de algo que está por desaparecer.
A las siete de la noche, Carlos García, de Lima, llegó con una cámara en mano. “Yo de pequeño he viajado bastante. Estamos aquí para darle la despedida”, dijo. Su último viaje fue para despedir a su abuelita en Tarapoto. “Tal vez es un recuerdo triste, pero es parte de la vida”. Recordó también su infancia: “Cuando tenía 5 añitos, en 1985, me emocionó ver cómo salían los aviones, cómo aumentaban su velocidad”. Ese mismo vértigo, hoy, era nostalgia.
Otros, como Rubén Bartra, abogado y viajero frecuente, lo vivían con optimismo: “Todo cambio es por algo nuevo, positivo. Perú está en el ojo del mundo. Conozco Sudamérica, conozco El Dorado, conozco Barajas. Es interesante —este nuevo aeropuerto—”.

A las 10:30 de la noche, la empresa operadora, Lima Airport, organizó una ceremonia de cierre. El Jorge Chávez de la Av. Faucett, ese aeropuerto inaugurado en 1965, que fue testigo de reencuentros, despedidas, migraciones masivas, cumplió su función hasta el final.
Este último 31 de mayo y la primera hora del 1 de junio, que cerró el aeropuerto, se programaron más de 230 vuelos para despegar desde el viejo terminal. Entre los últimos que fueron operados estaban uno con destino a Santiago de Chile y Los Ángeles, y otro proveniente de Iquitos. Después de ellos, el silencio y operaciones del terminal quedaron para la memoria.
Casi a las 12:30 a.m. de hoy, las luces del aeropuerto Jorge Chávez se apagaron. Gritos de alegría y aplausos cubrieron toda la terminal aérea. Una era había acabado: la oscuridad se convirtió en el símbolo perfecto de ello. Mientras los pasajeros celebraban este hito, los trabajadores caminaban con mayor prisa mientras movilizaban paquetes de la mudanza.

En un acto simbólico, dentro de la sala general de embarque del aeropuerto, Juan José Salmón, gerente de Lima Airport Partners, también lideró un apagón a través de un botón. Él, junto a decenas de trabajadores, celebró el hecho.
Mientras todo eso sucedía, y era retransmitido a través de una gran pantalla colocada en el sector de llegadas internacionales, varios pasajeros —en su mayoría turistas extranjeros— llegaban confundidos al aeropuerto. La zona de check-in lucía vacía y las pantallas no emitían mensajes. En las entradas les informaban que ya no había atención y que debían trasladarse al nuevo aeropuerto. Muchos, sin entender a qué se debía, decidían buscar a la policía.
Sobre ellos, en el segundo nivel de la terminal, las oficinas vacías de las aerolíneas y otras empresas eran la clara muestra de la mudanza, mientras que en el patio de comidas los trabajadores se apresuraban a recoger las mesas, sillas y otros muebles para dejar liberada la zona.

En los exteriores, ante el inminente cierre, los taxistas bajaban sus ofertas para cerrar el día, mientras que los pasajeros que se retiraban se disponían a tomarse las últimas fotos en el lugar. Poco después, no quedó más. El antiguo terminal pasaba a la pausa permanente.
Hoy, en la historia de la ciudad, hay un nuevo aeropuerto. Pero el Jorge Chávez viejo ya es parte de la historia. Y como todo lo que se va, se queda un poco con nosotros.











