Hablar de Luis Hernández Camarero (1941-1977) es lidiar forzosamente con un mito. Es recordar al joven poeta que desconcertó a la crítica local al enrostrarle el modo pop-culterano-coloquial de “Las Constelaciones” (1965), una propuesta adelantada a su tiempo. Es adentrarse en el creador que se recluyó en una esfera alejada de los cenáculos literarios para ejecutar un vasto e insólito proyecto consistente en la casi secreta confección de coloridos cuadernos ológrafos. En ellos plasmó una imaginería vitalista ambientada en paisajes sensoriales y alucinatorios en los que la parodia, el ludismo y el dolor conviven sin orden ni mesura, donde lo inconcluso suele ser parte integral de su estética. Quizá de ahí provenga la búsqueda de una “soñada coherencia” que hiciera más soportable la angustia por la transitoriedad de nuestra circunstancia humana y su obra terrenal.
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