Hablar de “Abril rojo” nos hace reflexionar dónde estábamos los peruanos hace 20 años. Parece un parpadeo: después de sus intentos re-reeleccionistas, la presión popular hizo huir al ex presidente Fujimori por fax y enviar una ridícula renuncia por fax. Una primavera democrática parecía iniciar con el gobierno de Valentín Paniagua y tras las elecciones, el gobierno de Alejandro toledo prometía una transición hacia un lugar que hoy nos parece incierto. La novela más celebrada de Santiago Roncagliolo, ganadora del premio Alfaguara en 2006, es relanzada esta vez por el sello Seix Barral. Excelente pretexto para mirar aquellos años salvajes y comprobar que, en lo que a corrupción estatal respecta, no hemos hecho más que movernos en círculos.
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“A mí, lo que más me impactaba al revisar el texto y planear su relanzamiento, era cómo el libro es ahora más actual que cuando salió”, señala Roncagliolo en esta entrevista vía zoom, desde Barcelona, donde radica hace dos décadas. “Cuando apareció, “Abril rojo” hablaba del pasado, de cosas que ya no nos pasaban, que no formaban parte de la actualidad. Sin embargo, si vemos el día a día político peruano de hoy, no hay más que el constante enfrentamiento entre el fujimorismo contra el “comunismo”. ¡Como si estuviésemos en 1992! Hemos vuelto a los noventas. Ahora, esta novela que hablaba del pasado, ha sido alcanzada por el presente. Y eso cambia la forma de leerla”, explica el escritor limeño, cuyo más reciente libro “Y líbranos del mal”, fue elegido este año por nuestros lectores con el Premio Luces a Mejor Novela, (pero esa es otra historia).
Publicada en 2006, “Abril Rojo” se encuadraba en aquella producción de una generación literaria que sonaba muy fuerte, con el libro de relatos “McOndo” como punto de referencia, buscando a toda costa marcar distancia del realismo mágico de los abuelos literarios ¿Qué queda de todo aquello?
Siempre me sentí como alguien que creció leyendo a la gente de McOndo. Era un regreso a la experiencia de la clase media, a la intimidad, a la cultura popular. Lo que hizo la generación de Alberto Fuguet, de Edmundo Paz Soldán, fue evitar que te sientas culpable porque te gustara el cine, porque tu historia pareciera la de una película. Esto, para mí que crecí viendo películas, era una liberación. Esta novela, como todo mi trabajo, recupera la cultura popular y trata de formatearla, de usarla, pero para hablar de política, por ejemplo, algo que ellos daban por muerto, entonces. Diría también que es deudora de Bolaño, cuya influencia es algo que he empezado a entender en mi propio trabajo muy recientemente. Bolaño introduce lo siniestro dentro de la literatura latinoamericana: el asesino en serie, el psicópata, el nazi, la actriz porno, con la ambición de volver a los grandes temas oscuros de Chile, de México, de la Guerra Mundial. ¡Bolaño es una película de Steven Seagal con esteroides! Creo que “Abril Rojo” es la novela de quien creció leyendo a los MacOndo y a Bolaño. Algo que yo mismo no veía cuando salió.
Ubicada en el Perú de fines de los noventas, en medio de la tercera elección de Fujimori, “Abril rojo” nos muestra las dos caras de una realidad: la del país real completamente separado del país oficial. ¿Fue al entrar a trabajar a la Defensoría del Pueblo, a fines de los noventa, cuando descubrirte aquella tesis usada por Vargas Llosa?
Claro. Yo era como el fiscal Chacaltana, un joven inocente que creía que el mundo funcionaba según la ley. Muchas de las historias que le ocurren me habían pasado a mí: ir a un cuartel militar en Jaén como miembro de la Defensoría, interesado sobre unas “levas” que habían sido denunciadas, y recuerdo que el policía en la puerta me dijo: “Uyyyy, eso tiene que hablarlo con el comandante”. ¿Y cuándo va a llegar el comandante?, preguntaba yo. “Uyyyy, miércoles, jueves, viernes, será pues”. Ni siquiera me iban a recibir. En el archivo documental de la defensoría, que luego formaría parte de la investigación de la Comisión de la Verdad, leía el horror de las historias de los desaparecidos. Iba a las cárceles donde seguían habiendo torturas, hablaba con los deudos. De allí sale el lenguaje del fiscal Chacaltana, ese lenguaje legal tan barroco para describir esas atrocidades. Un lenguaje lleno de eufemismos para disimular la realidad. Encajar al Perú real en los procedimientos oficiales era un acto de ficción, casi un acto de magia. Uno de mis trabajos como empleado público era corregir la ortografía y la redacción de esos textos legales, completamente incomprensibles, y allí me di cuenta que el lenguaje legal es también una manera de alejar a la gente de la justicia. Si no entiendes la justicia, no puedes acceder a ella. Me interesaba contrastar ese lenguaje alambicado, barroco, incomprensible del orden legal, contra el lenguaje bárbaro, esa vorágine sin sentido del caos, del asesino. El lenguaje de cada uno servía para subrayar este juego entre el bien y el mal, el caos y el orden y, hasta cierto punto, ambos convirtiéndose en uno solo, pues Chacaltana y el asesino se confunden a lo largo de la historia.
A veces el éxito llega por razones equivocadas: muchos consideraron en su tiempo “Abril rojo” como una novela política, cuando se trata más bien de una novela negra. ¿Allí nace ese malentendido de muchos que te consideran, a pesar tuyo, un escritor político?
Sí, claro. Esta historia tenía las dos cosas. Tenía el público que buscaba un retrato social, pero también un público que buscaba una novela absorbente, que no pudiesen soltar. El libro salió tres años después del Informe final de la Comisión de la Verdad, el momento en que se canceló el silencio. Hasta entonces, la violencia política era un tema del que no se hablaba. Cuando era periodista en Lima en los 90, era un tema tabú. Entonces, “Abril Rojo” resultó ser una de las primeras novelas sobre el tema, lo cual le daba un sentido que yo no tenía previsto. Yo quería escribir una novela de género, simplemente. Con el tiempo, llegué a sentirme muy incómodo. Si vas a empezar a aparecer hablando de política, tienes que asumir una responsabilidad. Y a mí me parecía que yo no era la persona adecuada. Luego descubrí que había toda una generación muy joven que conocía la historia del país a través de mis libros, que la novela le estaba hablando a la gente sobre su propia historia, sobre quiénes eran ellos, sobre lo que ocurrió antes de que nacieran. Aparece ahora y sus temas, que parecían del pasado, forman parte de la actualidad política. Pero nada de eso tiene que ver conmigo. Son caprichos de la historia.
Solía decirse que el Perú debía ser narrado desde la novela negra, pero curiosamente era un género que muy pocos escritores practicaban. ¿Por qué?
La literatura nunca ha sido entre nosotros parte de la cultura popular. Donde hay lectores, puede serlo, , pero donde no los hay, la literatura es más bien una forma de formar parte de una élite. Si en el Perú mis libros tienen impacto es porque, al beber de la cultura popular, tocan de un modo directo temas muy oscuros de nuestra sociedad. Permiten discutir y debatirlos. ¡Pero eso también es una casualidad! El mundo editorial hispanoamericano nunca tuvo muchos lectores, y valoraba escritores muy vanguardistas. Pero hubo un momento en que empezó a haber gente queriendo leer thrillers, novelas góticas, historias de género. Mi carrera coincide con esa nueva generación de lectores que valora la cultura popular como yo lo hago.
Hablando de cultura popular, al desarrollar el ‘modus operandi’ del asesino de “Abril rojo” investigas en el tema del Incarri, símbolo de resistencia indígena aprovechado por Sendero. Hubo críticos que consideraron que ese recurso fue una impostura, que la novela negra no permitía profundizar en ese tema.
De hecho, para mí están juntas ambas cosas. Me interesa el género para abordar los temas de los que no queremos hablar. Y es eso lo que hace la novela negra o la novela de terror: explorar en los tabúes, aquello que la sociedad quiere esconder bajo la alfombra. A muchos autores de género los lees para conocer los conflictos de sus sociedades: pienso en Henning Mankell que cuenta el lado oscuro de una sociedad sueca marcada por la soledad; en Petros Márkaris que te cuenta la corrupción endémica del sistema griego; o Stephen King hablándote de adolescentes estadounidenses que se disparan en las escuelas. El tema del Inkarri forma parte de lo mismo. El mito aplica en ambos casos: el líder de un pueblo, sea inca o cristiano, es atrapado por sus enemigos y su cuerpo es destrozado, brutalmente violado. Pero en algún momento, ese cuerpo reunirá sus partes y volverá a su pueblo para su resurrección. En “Abril rojo”, el Inkarri y la Semana Santa en Ayacucho son dos caras de una misma moneda. Como ocurre en la sociedad peruana: ambas narrativas se confrontan, pero al final el país no se entiende sin ellas.
La novela revela la complicidad entre el poder militar y el religioso, ambos apoyándose uno al otro. ¿Crees que la autoridad eclesiástica ha hecho un mea culpa sobre su papel en la guerra interna?
No. Al menos no lo he escuchado nunca. Pero hablar de la Iglesia es algo muy general. Tengo muy presente el recuerdo de Hubert Lanssiers, por ejemplo, un cura que entraba a cárceles y se ganaba el respeto de los policías y de los terroristas, precisamente porque creía en algo que trascendía a las diferencias entre todos ellos. He conocido a muchas personas de la Iglesia que dedican su vida a que la gente viva mejor. Aquella parte de la Iglesia que muestro en el libro tendría que disculparse por haber formado parte de esas atrocidades, pero también hay que reconocer esa otra que trataba que la gente no se mate.
Hablemos de Félix Chacaltana, el protagonista de la novela. Un fiscal meticuloso, disciplinado, muchas veces comparado con el Pantaleón Pantoja de Vargas Llosa por su respetabilidad y adhesión al reglamento. Es triste que en el Perú el apegarse a la ley sea motivo de humor...
Es verdad. Siempre nos quejamos de la corrupción de los líderes, pero vemos muy poco lo interiorizada de nuestra propia corrupción. Chacaltana descubre corruptos de medio pelo, inspirados porque saben que sus jefes son mucho peores. La gran dificultad moral de Chacaltana es querer hacer las cosas bien. Trata de seguir los procedimientos porque eso lo va a eximir de su conciencia. Sin embargo, el problema es que los procedimientos haran que todo lo que él no quiere ver le explote en la cara. Los acontecimientos le irán demostrado que él mismo no es tan inocente. En un país en que todos estábamos dispuestos a que muriesen nuestros enemigos, todos somos cómplices de lo que pasó con ellos.
Tiene de Pantaleón Pantoja, del Antonhy Perkins de “Psicosis”, hasta del inspector Clouseau de Peter Sellers ¿Cuáles fueron tus referentes para crear a Chacaltana?
Todo eso debió estar en algún lugar de mi cabeza. Pero de quién Chacaltana tiene referentes muy directos es del “Sostiene Pereira” de Antonio Tabucchi, ese funcionario que trata de ser gris, mientras el mundo se pudre a su alrededor. Venera la foto de su esposa, como hace Chacaltana con su madre. También me interesó mucho “From Hell”, novela gráfica de Alan Moore, que va contando el caso de Jack el destripador en el Londres del siglo XIX, y a partir de esos crímenes muestra todas las zonas oscuras de la sociedad inglesa. También Bolaño, claro: en ese momento ya había leído su “Estrella distante” y “Nocturno de Chile”. En el caso de Vargas Llosa, escribas lo que escribas sobre la realidad política, todo ya está en sus libros. No tener ninguna influencia suya es imposible.
¿Quince años después de su lanzamiento, crees que el actual panorama político justifica el pesimismo que tiñe tu novela?
Creo que hemos llegado al fin del sueño neoliberal. Un sueño que empezó en lo económico con Fujimori y en lo político en el 2000, basado en la fe de que la Democracia terminaría por distribuir mejor la riqueza en un marco de libertad. Yo diría que ese sueño llegó hasta las elecciones de PPK. Hasta entonces teníamos un espectro político normal: había una izquierda, un partido socialdemócrata, uno liberal y la derecha fujimorista, como sucede en las democracias normales, cuyas fuerzas se reparten por una ideología. Pero a partir de entonces, la democracia se empezó a autodestruir. Y sigue haciéndolo. Nuevamente vivimos una guerra fría. Ha vuelto a instalarse la idea de que los políticos no son capaces de gestionar este país. O peor aún, que este país no puede tener una gestión democrática, idea que encumbró a Fujimori en 1990. Hoy se repite este mismo discurso, defendido por su hija 30 años después. Durante décadas, los problemas han sido los mismos, y nuestro sistema político no tiene credibilidad para decir que los va a resolver.
Sobre todo cuando la izquierda y a la derecha votan juntos en el Congreso compartiendo la misma agenda conservadora…
A estas alturas no creo que puedas explicar nuestro sistema político apelando a criterios de “izquierda” o “derecha”. En ambos casos, cada quien está vigilando su prontuario. Parte de la destrucción del sistema político es que se ha alejado de la política a cualquiera que tenga talento o una carrera más o menos exitosa. En parte, esto ha pasado porque así lo hemos querido. Quisimos que a los políticos los vacaran fácilmente, que los parlamentarios no se reelijan.
Las mafias no tienen color político…
Pero también es una crisis nuestra. Decimos que todo es culpa de los políticos, pero aquello que nos ha conducido a esta crisis lo votamos nosotros. Como ciudadanos, tenemos muy poca conciencia de cómo hemos participado en esta crisis. Y si no la tenemos, no vamos a poder arreglarla.
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