“A pesar de que ya no observemos mobiliario ni equipos, tenemos la certeza de que el vacío total no existe”. (Foto: Richard Hirano/GEC).
“A pesar de que ya no observemos mobiliario ni equipos, tenemos la certeza de que el vacío total no existe”. (Foto: Richard Hirano/GEC).
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Enrique Planas

Dicen los científicos que el vacío total no existe. Que, en el supuesto de que fuera posible conseguir un entorno en el que no existiera ni una partícula, siempre habría fluctuaciones de energía. Para demostrarlo, tomemos, por ejemplo, el edificio centenario de El Comercio del céntrico jirón Lampa. Hace más de dos años, periodistas y cuerpo administrativo nos mudamos a una nueva sede, reduciendo las actividades del antiguo local al cuidado de su archivo histórico y otras. Sumada al traslado, la pandemia incidió también para que el pequeño grupo de redactores que hace pocos días regresamos a aquellas instalaciones nos sintiéramos sobrecogidos. No era solo el silencio ni nuestra nostalgia. Tenía que ver con la fascinación por lo singular.

El espacio vacío es un campo infinito de posibilidades. Esa fue la sensación que advertimos también en nuestros invitados, ganadores del , que llegaron para recibir un galardón que en los próximos días será público. Cada visitante percibía la energía del hall principal del Diario e intentaba aprehender sus detalles. Preguntaban por su edad y recordar su inauguración en 1841 al responder enorgullece. Aquellas paredes de riguroso neoclasicismo les traían recuerdos de anteriores visitas, incluso gestiones para publicar un aviso. Hasta el añejo ascensor que conducía al estudio fotográfico del tercer piso suponía un golpe en la memoria mientras tiraban de la rejilla que permitía el ascenso.

¿Qué resulta tan atractivo en un espacio deshabitado? Pues que, a pesar de que ya no observemos mobiliario ni equipos, tenemos la certeza de que el vacío total no existe. Esas fluctuaciones de energía de las que advierte la ciencia se expresan aquí en las memorias que van y vienen, en el brillo que, curiosamente, pasa inadvertido para las miradas contaminadas por la costumbre. Han pasado dos años en que nuestro edificio dormitaba sin ser visto y, de repente, recobró su función como espacio de encuentro.

Una experiencia tan distinta a la de recorrer cualquier edificio de novísima planta, reproducido por toda la ciudad en su aburrida envoltura de vidrio, con el ADN de un diseño ya disuelto en su irrelevancia. Les llaman inteligentes, pero su falta de memoria los contradice. Son más bien los edificios centenarios, cada vez más valiosos y significativos, los que suplen sus carencias tecnológicas con una intransferible reserva emocional.

En la Lima que a diario destruimos no nos detenemos a apreciar aquellos espacios que transmiten una idea de continuidad histórica. Y, sin embargo, sea por el tiempo de encierro o por una necesidad de buscar espacios diferentes al tedio doméstico, podemos recuperar una búsqueda de sentido que habíamos olvidado. En este caso, reconocer la belleza de un edificio es una manera de identificarnos con los logros de una ciudad y, quizás, sea esa una de las formas más tangibles de urbanidad.