

Hubo un tiempo en que las palabras costaban dinero. No es metáfora ni exageración: cada letra enviada por SMS valía lo suyo, y si el mensaje pasaba los 160 caracteres, la empresa lo cobraba como otro mensaje. Ahora, el costo es distinto: no es el dinero, sino la calidad. Se escribe sin filtro, se responde sin pensar, se habla sin peso, y muchas veces, profundas conversaciones se reducen a un emoji.
“Los jóvenes parecen haber perdido la capacidad de escribir lo que piensan de forma más profunda. Aunque las facilidades actuales supusieron para mi generación una forma más clara de comunicarnos, ya no es así”, reflexiona César Ritter, protagonista de Limones, limones, limones, limones, limones, la obra de Sam Steiner que llega por primera vez el 8 de mayo.

La historia nos muestra una distopía donde el gobierno impuso una ley que limita a las personas a pronunciar solo 140 palabras al día. Bernarda y Paul, una pareja con diferencias políticas, se enfrentan a este nuevo orden en el que cada sílaba cuenta. Desde sus encuentros en un cementerio de mascotas hasta las protestas contra la llamada “Ley Muda”, su relación se pone a prueba en un mundo donde la comunicación es racionada.
“Dentro de lo malo de las limitaciones, estas también hacen que pensemos más en las palabras y en su importancia. Al final, moldean la manera en la que percibimos nuestras propias vidas”, sostiene Carolina Cano, quien comparte escenario con Ritter.

Palabras bajo control
El experimento de Steiner no parece una simple ficción, sino una advertencia. ¿No vivimos ya en una dictadura de las palabras? Twitter, con su límite de 140 caracteres, impuso la suya: la del recorte obligatorio. Otras veces, la restricción es autoimpuesta. En los correos electrónicos nos obligamos a pensar antes de escribir, mientras en los chats, la velocidad nos arrastra a las respuestas inconscientes.
Pero el verdadero experimento de Steiner es más profundo. ¿Qué pasaría si nos contaran las palabras? ¿Si al final del día descubriéramos que la mitad se malgastaron en frases sin sentido? La pregunta es inquietante porque la respuesta es evidente, según el autor: vivimos en una época en la que el ruido reemplazó a la conversación.
“Hemos perdido el peso de la palabra. Ahora, muchas se desperdician o se alteran por moda con expresiones como ‘tipo’, ‘a lo que’, ‘literal’. Darnos cuenta de esa realidad ya es ganancia, porque nos obliga a pensar en que la forma en la que hablamos es la forma en la que vivimos”, advierte Ritter.
El reto actoral de esta obra radica en hacer que cada gesto cuente. Con un texto reducido a lo esencial, la comunicación se traslada al cuerpo, a los silencios, a las pausas que dicen más que las frases completas. Encontrar ese código es el desafío de Ritter y Cano, quienes deberán transformar la restricción en un lenguaje propio, uno donde las emociones pesan más que la cantidad de palabras, así buscar responder ¿A qué palabras le damos prioridad cuando tenemos limitaciones de las mismas?
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