Muchos cuentos de hadas nos cuentan que las princesas pasaban años confinadas en torres esperando que caballeros en resplandecientes armaduras llegaran a rescatarlas o como poco más que peones decorativos que sus padres intercambiaban.
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Pero las vidas de las princesas históricas pintan un cuadro muy diferente.
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A través de las vidas de las cinco hijas de Eduardo I de Inglaterra, quien reinó desde 1272 hasta 1307, y Leonor de Castilla, la historiadora Kelcey Wilson-Lee comparte siete lecciones sobre cómo era ser una verdadera princesa medieval.
1. Podían comandar un castillo
En 1293, Leonor, la hija mayor de Eduardo I, se casó con Enrique III, conde de la pequeña provincia de Bar en el norte de Francia actual.
Cuatro años más tarde, Enrique estaba luchando cerca de Lille cuando fue capturado por fuerzas francesas hostiles y llevado como prisionero a París. Con su esposo encarcelado, la responsabilidad de asegurar el condado recayó en Leonor.
Como escribió la autora del siglo XIV Christine de Pisan, una princesa debe “saber cómo usar las armas... para estar lista para comandar a sus hombres si surge la necesidad”.
Leonor reunió lo que quedaba del ejército de Enrique para defender su hogar, el castillo de Bar, y le escribió a su padre y a otros aliados para recaudar dinero para el rescate de su esposo, salvaguardando con éxito la herencia de sus hijos pequeños.
Casi 30 años antes, otra princesa Leonor (1215-1275) defendió el castillo de Dover contra su propio hermano, el rey Enrique III, durante varios meses en el levantamiento encabezado por su esposo, el barón rebelde Simón de Montfort.
Después de la batalla decisiva en Evesham, en la que murieron su esposo y su hijo mayor , la princesa incansable siguió luchando, resistiendo el asedio al castillo y aprovechado su posición costera para enviar a sus hijos menores al extranjero con el tesoro familiar.
Una vez que estuvieron a salvo, Leonor negoció con su sobrino, el príncipe Eduardo, la rendición de Dover y su propia salida de Inglaterra.
Los últimos diez años de su vida los pasó exiliada en Francia, en un convento de dominicos. Aun así, siguió luchando por sus tierras y derechos ingleses.
2. Podían casarse por amor
Juana de Acre, la segunda hija de Eduardo I, se casó por primera vez a la edad de 18 años con un hombre mucho mayor: Gilbert de Clare, un divorciado de 46 años que era un magnate problemático dentro del reino de su padre.
Cuando él murió cinco años después, Juana se convirtió en una viuda extremadamente atractiva: joven, con fertilidad comprobada (como madre de cuatro) y en posesión exclusiva de una de las propiedades más valiosas de Inglaterra.
Con sus conexiones reales, era una fuerte tentación para los poderosos gobernantes europeos y podría haber escogido ser consorte en una rica corte lejos de Inglaterra.
Pero Juana se había enamorado de un joven apuesto, pero sin tierra, del séquito de su difunto esposo llamado Ralph de Monthermer.
Decidida a no separarse de su amante, se casó con él en una ceremonia secreta que contravenía su voto de homenaje a su padre (las viudas ricas que poseían tierras directamente del monarca necesitaban el permiso del rey para volver a casarse, ya que sus nuevos maridos recibirían poder a través de control de sus propiedades).
El rey estaba lívido, pero finalmente perdonó a su obstinada hija, quien logró mantener sus propiedades e ingresos independientes, así como al hombre que amaba.
3. Podían leer y escribir
A principios del siglo XIV, María de Woodstock, la cuarta hija de Eduardo I, encargó una historia del reinado de su padre.
Fue escrita en el dialecto anglo-normando del francés que hablaba María, lo que indica que tenía la intención de leer el libro ella misma. Su enfoque en momentos clave de su vida parece casi autobiográfico.
María no era la única que disfrutaba de la lectura. Aunque la “alfabetización’' en la Inglaterra medieval significaba fluidez en la lectura y escritura del latín (que casi nadie, excepto los sacerdotes, algunas monjas y un reducido número de hombres y mujeres seculares, podían obtener), a María y sus hermanas les enseñó a leer su educada madre, Leonor de Castilla.
Sabían suficiente latín para recitar oraciones importantes, habiendo aprendido a pronunciar sus letras practicando salterios y libros de horas comprados para tal fin en Cambridge. Y estaban mucho más familiarizadas con los romances, las historias y las obras devocionales anglo-normandas, en su mayoría leídos en voz alta en pequeños grupos con otras mujeres.
Incluso más rara que la lectura era la capacidad de escribir las desafiantes formas de las letras de un escriba medieval, pero las princesas también podrían haberse dedicado a esta habilidad excepcional.
Las compras de tablillas de escritura registradas durante varios años muestran que la hermana mayor de María, Leonor, practicaba el arte de escribir durante su adolescencia.
4. Viajaban constantemente
La intriga y la tragedia llevaron a Isabel, la última de las hijas de Eduardo y viuda con solo 18 años, a Inglaterra desde Holanda en el verano de 1300. Desesperada por volver a ver a su padre, Elizabeth viajó desde los Países Bajos a Londres y luego al norte hasta Carlisle, donde ella y el rey se reunieron.
La travesía por mar y tierra tomó dos meses de viajes casi constantes, pero Isabel, como sus hermanas, estaba acostumbrada a las extraordinarias distancias cubiertas durante años de vida itinerante.
La corte inglesa en 1300 aún no se había establecido. No se parecía en nada a las cortes palaciegas de Versalles y Whitehall en los siglos venideros; era más como un circo ambulante con el rey en el centro.
El monarca, su esposa, sus hijos (a partir de los 8 años aproximadamente) y grandes séquitos —de caballeros, escribanos y sirvientes de rango muy diferente— viajaban de un lado a otro de la campiña en convoyes a caballo y en carruajes.
A menudo se detenían solo una noche o dos en castillos reales, casas aristocráticas y monasterios antes de continuar. Viajaban para controlar las propiedades y mostrar su majestad a sus súbditos en todo el país.
Las princesas como Isabel viajaban mucho con sus padres, pero también de forma independiente con los miembros de sus propios hogares.
Habrían estado cómodamente encaramados sobre un caballo palafrén ensillado y de lomo estrecho, o menos agradablemente dentro de un carruaje de ruedas fijas, sobrecargado de cojines de terciopelo que hacían poco por amortiguar las inevitables sacudidas en los caminos de tierra llenos de baches.
5. Podían construir castillos
No mucho después de unirse a la corte de su esposo en Bruselas a fines de la década de 1290, la tercera hija de Eduardo, Margarita, necesitaba un plan.
Su marido, Jan, duque de Brabante, tenía affaires muy públicos con una sucesión de amantes cuya influencia amenazaba la suya.
Ella necesitaba un tribunal alternativo: un foro alejado de las amantes de Jan, un lugar que pudiera presidir y que fuera lo suficientemente atractivo como para tentar a cortesanos poderosos e incluso a su marido.
Ninguna de las casas ducales existentes era lo suficientemente grande para tal propósito, por lo que construyó la suya propia en el sitio de un antiguo pabellón de caza en Tervuren, en Bélgica.
La construcción de castillos se asocia más comúnmente con la conquista.
Los primeros castillos en Inglaterra aparecieron durante el reinado de Guillermo el Conquistador, y el mismo padre de Margarita construyó una imponente extensión de fortificaciones en el norte de Gales después de su captura de ese principado.
Pero el programa de construcción de Eduardo impuso algo más que un poder militar en el paisaje galés; sus castillos presentaban delicados jardines, mampostería decorativa y un elaborado simbolismo, y su grandeza era testimonio del poder del rey incluso lejos de Londres.
Margarita visitó los castillos galeses cuando era niña, aprendió de su padre y creó en Tervuren un palacio que afirmó su propia posición dentro de Brabante.
6. Podían apostar
En el verano de 1306, María de Woodstock realizó una peregrinación a expensas de su padre al gran santuario de Santa María en Walsingham, en el este de Inglaterra.
Pero aunque la princesa era una monja, con velo en Amesbury Priory desde la inusualmente temprana edad de 6 años, este no fue un viaje contemplativo ascético.
En el transcurso de un mes, mientras viajaban de Northampton a Walsingham y de regreso a Amesbury, María y sus compañeras fueron entretenidas por grupos de juglares y comieron lujosos banquetes con muchos platos de caza, carnes asadas y pescado. En total, gastaron más de la suma necesaria para financiar la casa de un caballero durante todo un año.
A pesar de la generosidad del rey, María se vio obligada tres veces durante ese mes a enviar mensajeros a su padre pidiéndole importantes sumas de dinero.
A la monja le gustaba el oro (y acumuló deudas astronómicas con los joyeros de Londres), pero su mayor debilidad eran los dados.
Los aristócratas medievales jugaban juegos de habilidad, como el ajedrez, y juegos de suerte, como los dados.
Muchos, como María, tuvieron problemas para pagar grandes deudas, pero pocos podían confiar en los recursos de la corona para salvarlos: la princesa-monja tuvo suerte de que su padre no tuviera problema en cubrir, una y otra vez, sus pérdidas.
7. Podían desafiar al rey
Juana de Acre nunca le tuvo miedo a su padre.
Cuando era joven, se peleó con los empleados de su padre, exigió una casa más grande cuando se enteró de que tenía menos criados pagados que sus hermanas (y, en consecuencia, parecía menos influyente) y se perdió con petulancia la boda de una hermana, aparentemente para demostrar que podía, poco después de que su propio matrimonio le proporcionara una mayor independencia.
De adulta, se casó en contra de los deseos de su padre (y de su propio voto de homenaje) y rara vez le pagaba sus grandes deudas.
Pero su desaire más directo a la autoridad del rey pudo haber sido en julio de 1305, cuando Eduardo confiscó las propiedades y los ingresos de su hijo, el futuro Eduardo II, para reprender al príncipe por su comportamiento y el preocupante favoritismo del cortesano Piers Gaveston.
Sin inmutarse, Juana le envió su propio sello a su hermano, indicándole que lo usara para pagar lo que quisiera.
El gesto fue un desafío directo para su padre, y pocos podrían haber salido airosos tras tal insolencia.
Pero el viejo rey estaba muy acostumbrado al comportamiento obstinado de su hija y, una vez que el príncipe Eduardo castigado le devolvió el sello de su hermana, no se mencionó nada más del incidente.
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