Irán: La autora de la nota (tercera de izq. a der.) y una amable familia en Isfahán.
Irán: La autora de la nota (tercera de izq. a der.) y una amable familia en Isfahán.
Virginia Rosas

Uno de mis viejos sueños de viajera empedernida era conocer , la antigua Persia. Por alguna razón la tarea parecía imposible de realizar.

No fue sino hasta el 2016, con el levantamiento parcial de las sanciones económicas, que empecé a considerar la posibilidad del viaje. Gran cantidad de aerolíneas reanudaban vuelos a Teherán, la economía mejoraba y el presidente Ruhani quería desarrollar el turismo.

“¿No te da miedo?”, me decían ni bien anunciaba mis intenciones de recorrer Irán junto a una amiga francesa. Los comentarios eran bien intencionados, pero cuando preguntaba las razones, nadie daba una respuesta precisa. Algunos lo confundían con Iraq, otros me decían que nos maltratarían por ser mujeres. Que no podríamos andar solas y menos aún viajar por el país sin la compañía de un hombre. Nadie tenía un sustento real.

Solo había que superar tres obstáculos. El primero, conseguir la visa en un país donde no hay embajada iraní. El segundo, tener que cargar fajos de dinero para toda la estadía –debido a las sanciones, no existen las transacciones con tarjetas de crédito –. El tercero, cubrirse la cabeza con un pañuelo y vestirse con cierta discreción. Nada insuperable.

–Impresiones de Teherán–

El viaje comenzó mal para mí. No fue culpa de nadie que en el aeropuerto, al momento de pagar los 60 euros que costaba mi visa, perdiera completo el fajo de billetes que llevaba para mi estadía. Habíamos aterrizado a medianoche y cuando llegamos al hotel eran las tres de la mañana. Fue allí que me di cuenta de que no tenía la plata que llevaba en el canguro. Felizmente, los pasajes internos en avión y autobuses interprovinciales estaban pagados. También los hoteles. Pero yo no tenía ni para comer y ninguna posibilidad de retirar de algún cajero automático o hacerme enviar dinero debido a las restricciones económicas. Mi buena amiga Joelle me propuso compartir su dinero, gastando lo mínimo para que nos alcanzara.

Pasada la tristeza de la pérdida, Teherán nos esperaba. La sorpresa en nuestro primer día fue comprobar que las mujeres en chador –la prenda negra que cubre el cuerpo– eran minoría, que las chicas –bellísimas– se maquillaban cuidadosamente y mostraban con coquetería inigualable cabelleras hermosas que cubrían a medias y, que al igual que las jóvenes de Occidente, lucían jeans y zapatillas de marca. Vimos también que las mujeres manejaban con destreza insuperable en un tráfico más caótico que el de Lima y que, contra todo lo que había leído o escuchado, la música sonaba por todas partes.

Esta sonriente mujer taxista en Isfahán trabaja durante el Año Nuevo persa.
Esta sonriente mujer taxista en Isfahán trabaja durante el Año Nuevo persa.

Nadie nos miraba mal por ser dos mujeres que se paseaban solas. Todo lo contrario, entrábamos a las tiendas y nos invitaban té y dátiles sin ninguna intención de vendernos nada. Teherán era una fiesta de amabilidad.

–Hospitalidad persa–

Dos días después tomábamos el avión para Shiraz, cuna del venerado poeta Hafez. Durante el vuelo un joven me contó que era ingeniero electrónico y que venía de Canadá donde había hecho un doctorado. En el aeropuerto lo esperaba con flores una comitiva de familiares y amigos. Joelle y yo terminamos invitadas a un picnic de bienvenida organizado en el parque Eram, donde las familias extienden sus alfombras y almuerzan al aire libre. Miriam, la madre, había preparado un banquete para su hijo, Esi.

Peymi, ingeniero civil y mejor amigo de Esi, que está desempleado como el 15% de los iraníes, nos sirvió de guía y conductor los dos días siguientes en Shiraz. El padre de Peymi es veterano de la guerra con Iraq. Su madre elabora productos artesanales en cuero, que su hijo quisiera exportar, pero no puede debido al embargo. Mientras conduce pone canciones persas de amor que entona con una potente voz de tenor.

Cuando llegamos a Isfahán se preparaba ya el ‘Nouruz’, el Año Nuevo persa. Iraníes de todo el país confluyen en esta ciudad, cuya plaza principal, Naghsh e Jahan, es una de las más grandes del mundo donde se muestran cuatro grandes monumentos de la arquitectura persa. La fiesta dura siete días. Pero la noche del equinoccio de primavera es una algarabía de cantos, fuegos artificiales y comida.

Como en casi todas las ciudades, la gente se acerca para hablarnos. En Isfahán una jovencita nos lanza el tradicional “Where are you from?”, y al saber que mi amiga es francesa y yo peruana, viene la familia en pleno riéndose porque –recién me entero– el Perú va a enfrentar a Francia en el Mundial, según nos dice el padre antes de inmortalizar nuestro encuentro en una foto. Se van felices. Nosotras, pasada la medianoche, volvemos a nuestro hospedaje en un taxi conducido por una joven que no escatima sonrisas a la cámara.

Luego de visitar Yazd, una de las ciudades más antiguas de Irán, emprendimos viaje a Kashán, pero como no existe conexión directa le dijimos al conductor que nos bajábamos en el camino. El autobús nos dejó en plena autopista. Así que allí estábamos, dos señoras con sus maletas esperando la bondad de los desconocidos, en la que siempre confío. Apareció una pareja con un bebe en su auto. El hombre nos preguntó adónde íbamos. “A Kashán”, le dije, mostrándole la reserva del hotel. Metió nuestro equipaje en su recargada maletera, se desvió de su camino original, condujo a 140 kilómetros por hora mientras leía el papel, llamaba por teléfono y consultaba el Waze. No paró hasta dejarnos en la puerta del hotel y desearnos buena estadía en su país.

Puedo decir que el único peligro que enfrenté en Irán fue cuando –de regreso a Teherán– estuve a punto de sufrir un síncope al enterarme de que mi fajo de mil euros me esperaba completito en la sección de objetos perdidos del aeropuerto, donde un bondadoso desconocido lo había entregado. Tuvieron que alcanzarme una silla para que no me desplomara cuando el señor Rezayi me entregaba el dinero.

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