Yo no sabía lo que representaban las “tijeritas” hasta que las vi haciendo las veces de burla o insulto lesbofóbico en las redes sociales, y de esto hace muy poco tiempo. ¿Acaso no faltaba la piedra, el papel y todos esos juegos amatorios que ocurren entre dos mujeres cuando se cierra una puerta? Tampoco sabía que a los cincuenta y tacos de calendario me iba a casar con otra mujer, atadas por un vínculo amoroso que pese a muchos intentos fallidos nunca pudimos romper. ¿Quizás porque ella se apellida Pita?
Y no lo sabía porque ni ella ni yo creíamos hace treinta años que dos mujeres podían unirse legalmente en matrimonio, formar un hogar e incorporarse como toda nueva familia a la sociedad. Nuestros primeros quince años de inquilinas en un mismo clóset nos sirvieron para aceptar de mala gana que dos mujeres podían enamorarse. Los siguientes quince años en el extranjero nos permitieron compartir la misma casa y adoptar un perro. Hasta agradecidas estábamos por esos privilegios. El derecho al matrimonio igualitario parecía algo más lejano que la China.
Lo que sabíamos en 1989, el año en que ingresamos a la universidad y nos conocimos el primer día de clases, era que la educación estaba allí para salvarnos. Aquella fue nuestra mayor certeza en la vida, además de la determinación de tomar ese único boleto de tren hacia la conquista profesional. Y en este viaje nos unía la misma historia, el mismo origen, y el mismo destino: hijas excepcionales de familias emergentes, orgullo de casa y esperanza del hogar por el éxito anhelado.
No podíamos darnos el lujo de fallar. Había otras prioridades, ser buenas hijas, buenas estudiantes, buenas profesionales, buenas esposas y buenas madres. Siempre buenas. No queríamos decepcionar a nuestros padres, a la sociedad, a nuestro entorno. Fueron quince años intentando encajar en los moldes y cumplir con todos los roles asignados porque nos habían dicho que estos eran los únicos caminos hacia la felicidad.
Nosotras mismas nos postergamos. Hicimos invisible un amor que creíamos imposible que tuviese un final feliz. Pero el amor que había nacido de valores y proyectos compartidos, del respeto y la admiración mutua, seguía creciendo. El muy vil avanzaba por los bordes, tomaba posesión de nuestros cuerpos, se fortalecía en cada disputa por la negación hasta declararse el único vencedor.
Mientras que el amor hacía lo suyo, nosotras estábamos empecinadas en ser las mujeres que otros esperan, las mujeres de otros. Y en este mismo camino recto por quedar bien con la familia, la sociedad, el país y el universo entero, nos perdimos en la ruta hacia nosotras mismas. Una traición que duró quince años. Hasta que llegamos a China, y como China es un planeta, las paredes de nuestro clóset se hicieron invisibles, aunque al parecer a nadie le importaba lo que sucedía adentro.
En los siguientes quince años que habitamos en ese armario transparente, donde un pequeño círculo lo sabe y el resto no, fuimos construyendo entre idas y venidas, subidas y bajadas, un cuarto propio al amor para que no estorbara nuestras carreras con nuevos bríos y mayores horizontes. Pero el amor había crecido tanto que ya no cabía en su cuarto, y su cuarto, ya no entraba en el clóset.
El feminismo nos despertó y, así como la educación, nos transformó. Nos lanzó de vuelta por el mismo sendero donde alguna vez nos perdimos. No volvimos hasta encontrarnos. Una vez completas, nos casamos en Buenos Aires un 8 de febrero (exactamente hace un mes) y como ocho es número de suerte en la cultura china, lo celebramos en Lima. Aunque las balas provengan de todos los frentes, nos negamos a una boda en el armario.
Blindadas por tanto amor, nos unimos a la lucha postergada por el matrimonio igualitario en el Perú. Una generación de mujeres jóvenes, desde la visibilidad hasta el activismo, está dando batalla por cada uno de nuestros derechos. Ellas lideran esta revolución, son nuestra inspiración y también nuestra esperanza. Deben saber que no están solas. Cada vez más mujeres como nosotras están despertando, y desde atrás venimos a triunfar.