Hace muy poco, Francisco Miró Quesada Rada ofreció en este Diario (13.11.2024) su testimonio sobre el sacerdote Gustavo Gutiérrez, fallecido en octubre pasado. Recordó haberlo conocido en una de las reuniones que organizaba su padre, Francisco Miró Quesada Cantuarias, y haber regresado a la Iglesia gracias a la obra de Gustavo. A esas reuniones solían asistir José María Arguedas, Carlos Cueto y Augusto Salazar Bondy, entre otros.
Además de la dimensión personal del testimonio, este acentúa el valor de la conversación, del consenso y de las diferencias, un espacio en el que el interés por el otro cristaliza en la libertad de las palabras, la memoria y la cultura. Es el lugar de la amistad, por cierto. Nada más opuesto a la frialdad del cálculo y al autoritarismo del prejuicio y la mediocridad que buscan imponerse entre nosotros y convertir el diálogo en terreno minado imposible de transitar. Alguna vez leí que las palabras tienen un poder carnal, emotivo, intelectual; nos hacemos y nos deshacemos de ellas, mientras dibujan nuestras conductas y testimonian las herencias que recibimos y ofrecemos a los demás. Así avanza y se renueva la cultura; así nos hacemos personas.
El testimonio cita a Arguedas. Se conoce la amistad que lo unió con Miró Quesada Cantuarias, no obstante la distancia que podía separarlos, que no impidió el reconocimiento ni todo cuanto aprendían uno del otro. Arguedas le dedicó un poema que lo dice con claridad: «Con tu corazón de niño harás revivir a los hombres de sangre congelada // Con tu buen saber apreciarás todo lo hermoso forjado en nuestra Patria//¡No te canses, hermano!» (F.Miró Quesada Rada, «El niño, el filósofo y el periodista», El Comercio, 16.12.2018).
¿Habrá coincidido Arguedas con Gutiérrez en alguna reunión de Miró Quesada? Quiero pensar que sí, aunque la amistad entre el escritor y el teólogo tuvo otros espacios. Es conocida, por ejemplo, la referencia en el diario con el que termina el Zorro de arriba y el zorro de abajo, la novela póstuma de Arguedas, donde junto a Gutiérrez figura Emilio Adolfo Westphalen, uno los grandes poetas peruanos, con quien el novelista cultivó afectos y proyectos desde los años treinta del XX, cuando se conocieron en San Marcos. Arguedas disfraza de pregunta una convicción que comparte con Gustavo: «¿Es mucho menos lo que sabemos que la gran esperanza que sentimos, Gustavo? ¿Puedes decirlo tú, el teólogo del Dios liberador, que llegaste a visitarme aquí, a Lorena 1275, donde estuvimos tan contentos…?». Líneas después, expone una fatiga ante sus amigos: «¿Creéis, vosotros, Emilio Adolfo, Alberto, Gustavo, Edmundo, que todo esto que digo y pido es vanidad? ». A los Zorros dedicó Gutiérrez un estupendo ensayo, «Entre las calandrias», donde retrata la esperanza y la fe que mantuvo Arguedas durante toda su vida, a pesar del infortunio que terminó con su vida y con el que a veces se quiere ensombrecer su confianza en el futuro. Por cierto, la novela está dedicada «A Emilio Adolfo Westphalen y al violinista Máximo Damián Huamaní de San Diego de Ishua, les dedico, temeroso, este lisiado y desigual relato». Más tarde, Westphalen abre la primera página de su breve poemario El niño y el río recordando al compañero: «A José María Arguedas, homenaje pobre al poeta y amigo».
Por su parte, Luis Jaime Cisneros, que conoció y visitó a todos, también expresó su gratitud a Arguedas: «Con él y por él, desde aquella vieja peña de la plaza san Agustín, superé muchos prejuicios y aprendí a abrir inteligencia y corazón al mundo andino»; a Gustavo Gutiérrez le dijo «Compartir tus enseñanzas, compartir tu amistad, compartir nuestra fe es realmente un regalo providencial»; y, cuando en 1972 recibe a Miró Quesada Cantuarias en la Academia Peruana de la Lengua, precisa Luis Jaime que se trata de un hombre de su generación que «viene a asegurar con nosotros la tarea general de ayudar a la comprensión de los peruanos».
Todos estos encuentros y cruces, sembrados de conversaciones y afectos, son parte de nuestra historia, una historia viva que transcurre en casa, entre amigos, con lecturas y diálogos colmados de creatividad y dosis de buen humor. Ocurren entre personas que se juntan a conversar. Ante todo, son personas complejas —como todas— sensibles y abiertas a la curiosidad y el saber. Cuenta Alonso Cueto que, siendo niño, Arguedas le obsequió un libro de Mafalda y que un domingo fueron juntos al Estadio Nacional. ¡Cómo olvidarlo!
Cuando sentimos la proximidad del temporal o nos paralizan el miedo y la desidia, hacemos bien en poner por delante las virtudes, la generosidad y la lucidez de tantos amigos y de todos aquellos que llevamos dentro. Palabras más, palabras menos, el poeta Raúl Zurita lo dice así: Cada ser humano es el mar donde desemboca un río inmemorial de difuntos; y en cada palabra que nos decimos, en cada mirada, en el amor, en cada poema o línea que podamos escribir, está o no que aquellos que nos antecedieron vuelvan a tener voz y nosotros la luz que debe brillar.