
En el 2017, Camila tenía 13 años cuando salió embarazada y fue obligada por las autoridades en Abancay a continuar con el embarazo. Su padre la violaba desde que tenía 9 años. Cuando, semanas después, sufrió un aborto espontáneo, las autoridades la denunciaron por aborto autoinfligido. Se la consideró “adolescente infractora” y fue obligada a asistir a “la escena del crimen” junto con su violador. Camila es solo uno de los miles de casos de mujeres que son revictimizadas y violentadas por el sistema judicial peruano.
En los últimos diez años, cerca de 10.000 mujeres han sido investigadas por haber tenido un aborto. Y, aunque en muchos casos se trató de un aborto espontáneo, es decir, la pérdida involuntaria de un embarazo, la policía suele llegar antes que la mujer sea atendida por un médico. De hecho, las mujeres son interrogadas, solas, sin presencia de un abogado que pueda explicarle sus derechos y defenderlas, sedadas y aún con dolor. De pronto, la historia clínica de la paciente, que debe ser privada, se convierte en prueba y son acusadas penalmente.
El aborto en el Perú es ilegal y tiene una pena privativa de la libertad de uno a tres años. Si bien es cierto que, como ocurre con todos los delitos cuya pena es menor de cuatro años, esta se suspende, es decir, no van a la cárcel, sí enfrentan los procesos penales. Por esta razón, las mujeres de escasos recursos suelen realizarse un autoaborto, es decir, son ellas mismas las que se realizan el aborto sin asistencia médica. O recurren a comadronas que realizan la intervención en condiciones insalubres, poniendo en riesgo la salud y la vida de las mujeres. Un aborto incompleto o una perforación puede causarles la muerte, por lo que miles de mujeres deben recurrir a los hospitales para recibir atención médica urgente. Y son los mismos médicos quienes deben cuidarlas los que por ley deben denunciarlas, generándose así una barrera para el acceso a atención médica. Por miedo, muchas esperan hasta el último momento y por ello el aborto es la tercera causa de muerte materna en el Perú.
Yesenia tenía 24 años y aún no se había recuperado del legrado que los médicos habían tenido que hacerle cuando fue interrogada por la policía. ¿Su crimen? Haber sufrido un aborto espontáneo en la semana 20 de embarazo. El proceso judicial tomó tres años y en el camino, al tener antecedentes penales, se le cerraron las puertas del mercado laboral. De más está decir que esto no ocurre en las clínicas de San Isidro, Miraflores, Surco y La Molina. Ninguna mujer de las poblaciones ricas del Perú es interrogada por la policía luego de sufrir un aborto, espontáneo o premeditado. Y esto es una muestra de la enorme desigualdad que las políticas públicas de salud generan en el Perú.
Solo en el 2024, 1.072 niñas de entre 11 y 14 años se convirtieron en madres. Todos estos casos son producto de una violación sexual, porque el sexo con menores de 14 años en el Perú está prohibido. Pero la violencia contra las mujeres está tan normalizada, que creemos que es obligación de estas niñas víctimas llevar embarazos a término poniendo en riesgo su propia vida.
Las políticas públicas de salud sexual y reproductiva en el Perú están dominadas por una élite conservadora que le impone al resto dogmas religiosos, como si siguiésemos en el medioevo. Por esta razón nadie se atreve a cuestionar la legalidad del aborto.

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