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No sé cuántos peruanos hubiéramos apostado que, cuando juró Dina Boluarte en diciembre del 2022, ella sería quien daría el mensaje a la nación en julio del 2025. Pero ahí está: con un gran sueldo, practicando un (ojalá no tan largo) discurso para este lunes, en el que hablará –supongo– de un país que a muchos se nos hará difícil reconocer.
Desde el principio parecía que su presidencia no iba a durar. No tenía bancada ni calle ni respaldo visible. Lo que sí tenía era algo más difícil de detectar desde afuera: una voluntad férrea de sostenerse en el poder. Con el tiempo, esa voluntad se volvió el eje de su gobierno. También terminó marcando el tono de su relación con el Congreso y con casi todos los actores que importan en la política peruana: un equilibrio funcional en el que las prioridades parecen claras: primero, quedarse; segundo, permitirse ciertas cosas que solo el poder hace posibles.
No es que haya carecido de propuestas, las ha habido. Pero cada una ha quedado subordinada a esa prioridad mayor: quedarse. La posibilidad de parecer estable ha sido una consecuencia, no un objetivo.
Y quizás –mirando lo que han sido estos últimos años– lo más interesante de Boluarte ha sido su desprendimiento absoluto, su falta de ganas de aparentar. Los esfuerzos por disimular sus decisiones más impopulares son ya casi inexistentes. Como si en algún momento hubiera hecho las paces con la idea de no gustar. Como si fuera una más de nosotros pensando, un día cualquiera: “Voy a hacer lo que me hace feliz a mí”.
Pero no es una más de nosotros. No está en una situación ordinaria. En cualquier otra historia, querer estabilidad, comodidad o validación no sería objetable. Pero en la presidencia, esa lógica invierte las prioridades. Ese cargo no está hecho para quien lo ocupa: es, por definición, el punto donde uno deja de ser prioridad. Y si eso se pierde de vista, lo demás se vuelve accesorio.
A Boluarte le queda un año más de gobierno. Y este lunes, cuando hable ante el Congreso, no solo estará hablando de su gestión, logros o propuestas, sino consolidando una forma de ejercer el poder que hemos aprendido a aceptar como suficiente. Un poder que no necesita convencer ni representar: solo aguantar. Un poder sostenido por la inercia, la transacción y la baja expectativa. El problema ya no es solo lo que ella está dispuesta a hacer para quedarse, sino el tipo de poder que nosotros, como país, estamos dispuestos a normalizar.

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