Oswaldo Molina

Casi sin siquiera percatarnos, las elecciones regionales y municipales están a la vuelta de la esquina. Cada nueva elección es una renovada oportunidad para enderezar nuestra alicaída política y volver a poner al ciudadano y su bienestar en el centro de la gestión pública. Sin embargo, después de repetidas frustraciones, los peruanos ya no esperamos nada. Hemos sido testigos de cómo, a pesar de que los recursos disponibles aumentaron, estos no se transformaron en mayor desarrollo para las personas, a través, por ejemplo, de postas médicas y escuelas. Sea por ineficiencia o corrupción, nos hemos acostumbrado a ver cómo las diferentes entidades del Estado son incapaces de ejecutar precisamente el presupuesto de inversión, aquel que de manera directa puede transformar las vidas de los más vulnerables con mejores servicios públicos. Y lo señalamos una y otra vez, sin que nada cambie.

Pensemos, por ejemplo, en el caso de Arequipa, región que, debido a los vaivenes de la terrible política local, ha contado con tres gobernadores regionales en los últimos cuatro años. Dada esta situación, no llama la atención que Arequipa solo haya podido ejecutar el 54% de su para inversión pública en el año 2021; es decir, solo ha podido usar casi la mitad de ese presupuesto destinado a mejorar escuelas y postas médicas. Eso tristemente la convierte en la segunda región con menor ejecución del país. No obstante, y a pesar de cuán dura pueda ser esta cifra, esta en realidad es solo una parte de la historia. Y es que aquí solo estamos revisando la ejecución presupuestal; es decir, qué porcentaje del dinero presupuestado se ha invertido a la fecha en esos proyectos. Pero ¿cómo va el avance efectivo de las ?, o lo que es lo mismo ¿a qué ritmo va la construcción de, por ejemplo, esas carreteras o escuelas? Y más importante aún, ¿este ritmo de construcción guarda relación con el desembolso de recursos?

El diablo está justamente en los detalles. No son pocos los casos extremos en que, después de dada la buena pro en la licitación y de entregar el adelanto económico, las obras han sido abandonadas. En el Perú, no son pocas las obras públicas que nunca se terminan. Uno las puede encontrar por todos lados: zanjas o paredes sin tarrajear que debieron ser obras de desagüe u hospitales para los más pobres. Esas obras fantasmas forman parte de nuestro penoso paisaje urbano, como cicatrices visibles de la corrupción. De hecho, en Arequipa existen alrededor de 94 obras paralizadas con un valor que supera los 3 mil millones de soles.

Así, con el mismo ahínco con que correctamente señalamos la poca ejecución de la inversión pública de los distintos niveles de gobierno, deberíamos prestar atención también al avance de obra. Sin embargo, esto no es posible porque, aun cuando se encuentran obligados a reportarlo, normalmente no se cumple con informar este indicador. El diablo pues sabe dónde no quiere que los reflectores alumbren. De acuerdo con información del Consejo Privado de Competitividad, y siguiendo con el caso de Arequipa, pudimos comprobar que de las 2.023 inversiones en Arequipa registradas en el portal y que han efectuado algún gasto, 1.092 (54%) no cumplen con informar el avance físico de la obra. Y esto a pesar de que estos informes son autorreportados y que, como puede uno imaginarse, en muchos casos no guardan relación con el verdadero nivel de avance de la obra. Entre los gobiernos locales en esta región, además, es muy común no reportar esta información: 46% de los gobiernos locales arequipeños tienen niveles de incumplimiento en el reporte superior a 70%, siendo muchos los gobiernos locales que no reportan en ningún caso.

Debemos esforzarnos por contar con mejor información que nos permita hacer un seguimiento correcto del accionar de nuestras autoridades. Debemos desterrar de nuestro país –de una buena vez y para siempre– la mala política y las obras paralizadas.

Oswaldo Molina es director ejecutivo de la Red de Estudios para el Desarrollo (Redes)

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