Parecemos haber llegado al nivel cero de la representación. En el 2005 publiqué un libro que titulé “Democracia sin partidos”, y pasé los últimos quince años diciendo que Perú era un caso extremo de precariedad de su sistema de partidos y de problemas de representación. Pero lo que vemos hoy parece colocar al pasado inmediato como un modelo de institucionalización.
- En nuestra democracia tenemos a una ciudadanía desconfiada y escéptica que mira desde la tribuna a pequeñas tribus disputándose su voto. La constante relativa es que esos ciudadanos parecen tener cierta preferencia por orientaciones más a la izquierda (sierra sur, típicamente) o a la derecha (Lima, costa norte), pero también podemos encontrar preferencias bastante homogéneas a través del territorio. Por ejemplo, llama la atención la votación de Castillo en Apurímac, Ayacucho o Huancavelica, pero también es cierto que su votación luce bastante pareja en todo el país, de modo que, con un 12,8% de los votos al Congreso, Perú Libre podría obtener un 25% de la representación (algo así también sucedió con el fujimorismo en el 2016). Renovación Popular tiene casi la misma votación que Acción Popular (9,9%), pero AP tendría 21 representantes, contra 13 de RP. Y Avanza País tiene casi los mismos votos que Alianza para el Progreso en el Congreso (7,3%), pero tendría la mitad de los representantes (APP 14 y AP 7). Hay unos grupos más “nacionales” que otros…
- Las tribus lanzan ofertas muy limitadas, improvisadas, incapaces de generar adhesiones consistentes. Por eso el proceso ha sido tan volátil e incierto. En un momento parecía que Forsyth “estaba seguro” en segunda vuelta, luego Lescano, pero ambos empezaron a caer; luego pareció que López Aliaga, De Soto, Mendoza y Fujimori en diferentes momentos se metían a la segunda vuelta. Castillo recién apareció como candidato viable hacia finales de marzo, apenas a tres semanas de las elecciones, después de que sus electores descartaran las opciones anteriores. La explicación habría que encontrarla más en los errores y aciertos de los candidatos y en el momento específico del crecimiento de cada uno, antes que pensar que era algo “que estaba escrito” y que “debimos ver venir”. Castillo expresa algunas redes vinculadas a sectores del magisterio, a los ronderos, a trabajadores de la salud, y sobre ellas dio el salto; pero las redes conservadoras no le alcanzaron a López Aliaga, ni las partidarias municipales a Lescano, ni las universitarias a Acuña. Ni las redes evangélicas le alcanzaron al Frepap, o las de reservistas a UPP, tan comentadas por la elección del 2020, para mantener el registro. Las redes de activistas ayudan, pero no bastan.
- Las tribus, repito, son tremendamente débiles. Castillo resulta puntero con 18,1%, con esa votación habría quedado en cuarto lugar en el 2016, 2011, 2006 y 2001; Keiko Fujimori entraría a la segunda vuelta con el 14,5%, después de haber obtenido el 23,56% en el 2011 y el 39,86% en el 2016, reducida a poco más que al “núcleo duro” del fujimorismo tradicional, y despertando el nivel de rechazo más alto que cualquier otro candidato (sin contar a Castillo). El próximo presidente enfrentará además un Congreso con nueve o más bancadas, en las que más del 40% de sus candidatos se afiliaron al partido en el último mes.
- ¿Cómo llegamos a esto? Las investigaciones de Lava Jato, la confrontación política desde el 2016, el debilitamiento del centro político en medio de la incapacidad para responder a la pandemia, cuentan. También la manera en que se han asentado en el debate político en los últimos años discursos descalificadores y generalizantes, en los que toda la izquierda es “chavista”, toda la derecha “entreguista” y todo centro pusilánime, en los que el conocimiento técnico y científico es descalificado en nombre de la experiencia práctica, en el que las noticias falsas, mentiras y exageraciones se han normalizado. Si todo es igual y nada es mejor, como en Cambalache, no debemos sorprendernos del resultado.
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