La situación política que atraviesa el país eclipsa prácticamente todos los otros problemas que aquejan a la ciudadanía. Sin embargo, la inseguridad ciudadana, por su crudeza y su ubicuidad, ha terminado ganándose un espacio cada vez mayor en la vida diaria de los peruanos. Y la verdad, no es para menos.
Solo en la última semana nos hemos enterado de que un delincuente asesinó a tres hinchas en el distrito limeño de Jesús María y la policía no pudo darse abasto para cubrir tres partidos de fútbol que se disputaban a la misma hora, que un exjugador de fútbol viene siendo amenazado por un grupo de extorsionadores y que uno de estos se voló una mano mientras intentaba dejar un explosivo en la casa de una de sus víctimas en Cajamarca. Precisamente, como comentaba nuestro columnista Carlos Basombrío el miércoles, la extorsión es una de las modalidades más horrendas del crimen y una de las que más se han expandido en los últimos años, principalmente en lugares como Lima, el Callao, La Libertad y Piura.
Las cifras merecen mayor atención de la que han venido recibiendo de nuestras autoridades. Hasta setiembre, por ejemplo, se habían registrado 6.631 denuncias ante la fiscalía por este delito en todo el país (superando las 4.761 de todo el 2021, cuando aún estamos a dos meses de terminar el año). “En el caso de las extorsiones ha habido un crecimiento que ha superado las cifras del año pasado en lo que va de setiembre; hay una tendencia creciente bastante marcada”, explicó Zenaida Franco, del Observatorio de Criminalidad del Ministerio Público, en un reportaje de América TV semanas atrás. Es decir, hablamos de alrededor de 25 extorsiones por día. Y esto es, por supuesto, considerando solo aquellos que denuncian, pues un grueso de los que padecen este delito prefieren no hacerlo por miedo a represalias o porque simplemente optan por pagar la cuota que los delincuentes exigen.
Sería un error creer que esta modalidad del crimen afecta solo a los que más tienen. Todo lo contrario: no discrimina entre dueños de grandes, medianos y pequeños negocios, ni entre personas de altos y bajos ingresos. Y los hay de todo tipo. En el mercado de Caquetá, en San Martín de Porres, se han registrado tres asesinatos en los últimos meses, presumiblemente asociados al cobro de cupos a los comerciantes del lugar. En Chorrillos, el 14 de octubre tres sujetos incendiaron un mototaxi porque el dueño de la unidad se negó a pagar los S/1.500 que le exigían. Y en Los Olivos, una señora que alquila cuartos viene siendo amenazada si no desembolsa los S/500 mensuales que los delincuentes le piden. Y así, la escena se repite por toda la capital (abonando a cifras como las del último reporte del observatorio Lima Cómo Vamos, que señala que solo el 3% de los residentes de Lima y el Callao se siente satisfecho con la seguridad ciudadana) y el país.
Mientras tanto, desde el gobierno no se ve ninguna estrategia para enfrentar lo que, más que una ola, ya parece un tsunami del crimen. Siete ministros del Interior y numerosos cambios en los altos mandos de la policía en menos de un año y medio de gestión, ciertamente, no son un buen augurio. Un presidente cuestionado y un Gabinete dedicado a justificar al mandatario ante los múltiples indicios de corrupción en su entorno, tampoco.
Hay que resaltar, además, que en los últimos meses la policía y el Ministerio del Interior parecen más empeñados en frustrar la captura de los prófugos del gobierno (como el exministro Juan Silva, el sobrino Fray Vásquez Castillo y el dueño de la casa de Sarratea, Alejandro Sánchez) y en sabotear el trabajo del equipo especial y del coronel Harvey Colchado, antes que en cumplir sus obligaciones constitucionales.
No es de extrañar, así, que en un país en el que quienes deberían resguardar a los ciudadanos parecen más concentrados en resguardar al presidente, los primeros queden desamparados y a merced de los extorsionadores.