Esta semana, 17 partidos políticos (de 22 en carrera) suscribieron el Pacto Ético Electoral, un documento a través del que se comprometieron a exhibir un comportamiento modélico en lo que resta de la campaña y a acatar ciertas reglas que garanticen una contienda, digamos, limpia. Entre los que no lo han firmado resaltan agrupaciones como Renovación Popular (de Rafael López Aliaga), Unión por el Perú (de José Vega) y Perú Libre (de Pedro Castillo).
Cualquiera que recuerde los otros procesos en los que este pacto ha estado vigente –fue estrenado en el 2005–, sin embargo, estará al tanto de que, en la práctica, este documento ha terminado siendo apenas una lista de buenas intenciones que los aspirantes se han encargado de hacer fosfatina a las primeras de cambio. Una pena porque, en realidad, su acatamiento a conciencia podría habernos ahorrado a los ciudadanos varios tragos amargos.
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Pensemos, si no, en el Pacto Ético Electoral del 2016 que, entre otras disposiciones, acogía la de “aceptar los resultados electorales producto de la voluntad ciudadana”, cuya adopción por parte de Fuerza Popular, y en particular de su lideresa –que firmó el documento–, podría habernos evitado gran parte de la guerra entre poderes a la que asistimos en los últimos cinco años. De igual manera, podríamos pensar en el clima menos enrarecido con el que habríamos inaugurado el quinquenio si los representantes de Peruanos por el Kambio y su candidato presidencial –que también estampó su rúbrica– hubiesen honrado el compromiso de desterrar “cualquier tipo de violencia, agresión, insultos y ataques personales” y habrían dejado en la cartuchera los agravios que arrojaron sobre sus rivales en segunda vuelta.
En esta ocasión, habida cuenta de que las encuestas bosquejan un voto atomizado que podría traducirse, no solo en una lucha de ‘todos contra todos’ por intentar treparse a la segunda vuelta, sino también en la necesidad de forjar alianzas entre grupos políticos para el próximo quinquenio, estos dos puntos conservan su vigencia. Pero, además, el Pacto Ético Electoral del 2021 contiene compromisos que son particularmente relevantes en esta coyuntura.
Hablamos, por ejemplo, de los puntos que demandan “brindar información adicional de los procesos judiciales en trámite” por diversos delitos, “[respetar] estrictamente los protocolos sanitarios establecidos para la prevención del COVID-19” y “rechazar y sancionar la difusión masiva de noticias falsas o tergiversadas”.
Sobre lo primero, basta con recordar las respuestas –varias de ellas sorpresivas– que dieron los representantes de los partidos políticos a los que se les preguntó si sabían que estaban llevando a candidatos con antecedentes en sus listas, tal y como destapó nuestra Unidad de Periodismo de Datos.
Sobre lo segundo, más que recomendable, es estrictamente esencial que los candidatos cumplan las medidas sanitarias contra el COVID-19 y eviten las aglomeraciones –tanto en locales cerrados como en las calles– que varios de ellos han venido fomentando irresponsablemente en las últimas semanas.
Y sobre lo tercero, en una crisis sanitaria que empujará a la campaña casi por completo hacia las redes sociales, es menester que sean los postulantes no solo los que se abstengan de diseminar ‘fake news’ por estas plataformas, sino también que sean los primeros en denunciarlas y contrarrestarlas ahí donde las vean. También es importante que los candidatos se involucren en no difundir información falsa sobre el COVID-19 que podría poner en riesgo la salud de la ciudadanía, como han hecho, por ejemplo, el expresidente Martín Vizcarra al recomendar el uso de ivermectina para tratar el virus (a pesar de que no existen estudios científicos sólidos al respecto) o el candidato de Renovación Popular, Rafael López Aliaga, que ha aseverado que no usa mascarilla porque ya tuvo la enfermedad.
Por supuesto, nada nos asegura que lo que en campañas anteriores se ignoró olímpicamente esta vez se tome en serio. Pero, como dicen, nada se pierde con esperar que así sea.
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