Ayer Lima se paralizó. Decenas de empresas de transporte público dejaron de trabajar. Lo que piden es tan básico que el hecho de que hayan tomado una medida de esta naturaleza (cuando muchos de ellos viven de las ganancias del día) revela la situación insostenible a la que el sector ha llegado. ¿Qué solicitan? Que las autoridades hagan algo para frenar la ola de extorsiones que viene desangrándolos. Un pedido que es uno de los compromisos mínimos que debe asumir cualquier Estado, pero en el que el nuestro viene fallando.
Hasta el momento, cuatro choferes de transporte público han sido asesinados en la capital. El último de ellos, por no pagar un cupo de S/7, debido, según contó su esposa, a que la combi que manejaba se había estropeado. Los ataques contra unidades o instalaciones, por otro lado, son también constantes. Tanto así que, ayer mismo, cuando comenzaba el paro, la sede de la empresa Etusa, en San Juan de Lurigancho, amaneció con una granada y una nota extorsiva.
Ante la emergencia, la clase política reaccionó, como siempre, de manera tardía y efectista. En el Congreso, donde hace poco han aprobado una ley que –se advirtió en su momento– beneficia al crimen organizado, salieron a solicitar la declaración de emergencia en la capital. Y horas después el Ejecutivo, en conferencia de prensa, comunicó que habían decidido aplicarla por los próximos 60 días en 11 distritos limeños y en Ventanilla (el Callao).
Los estados de excepción, sin embargo, han demostrado no ser una solución ni integral ni permanente al problema de la inseguridad. En algunos casos, los delitos bajan únicamente en el tiempo en el que la medida permanece vigente; y en otros, la criminalidad ni siquiera se detiene o termina migrando temporalmente a nuevas zonas de la ciudad. En cuanto a las extorsiones, además, estas se dan muchas veces desde dentro de las cárceles, pero nadie quiere reformar el sistema penitenciario.
En el fondo, no obstante, el país necesita un plan para formalizar un sector que se mueve muchas veces al margen de las normas, lo que facilita que sean penetrados por el crimen organizado, como mencionamos días atrás en este Diario. Pero esto no parece estar en la mente de la presidenta Dina Boluarte, que se ha acostumbrado a tapar con parches de “estado de emergencia” los principales problemas de su gobierno, desde los incendios forestales hasta el desborde de la minería ilegal en Pataz.
Mientras los criminales consiguen paralizar, literalmente, la vida de millones de limeños, la parálisis más preocupante no parece estar en las calles, sino en Palacio de Gobierno.