Hoy es el aniversario de la fundación de Lima. Nuestra capital cumple 489 años y se han previsto diversos festejos para la ocasión. La pregunta que muchos se hacen, sin embargo, es si existen verdaderas razones para celebrar. Una mirada fría a la ciudad nos pone frente a la evidencia de que sus problemas son grandes. La seguridad, el transporte, la poca presencia de áreas verdes y la limpieza son probablemente los terrenos en los que estos se manifiestan de manera más evidente, pero la informalidad, el desarrollo urbano y la falta de algunos servicios primordiales son también asuntos que preocupan a los limeños. De hecho, en estas páginas abordamos con frecuencia esas materias desde una perspectiva crítica.
En esta oportunidad, no obstante, queremos mostrar un ángulo distinto de la metrópoli en la que vivimos. Uno que considere los valores únicos y muchas veces dormidos de la llamada Ciudad de los Reyes y que, en nuestra opinión, justifican largamente los festejos en esta fecha.
Lima, parecemos haberlo olvidado, fue el corazón del virreinato español en esta parte del continente y por eso sus calles están colmadas de historia y tradición. En realidad, podemos ir aún más atrás en el tiempo y resaltar la importancia que tenía el lugar que habitamos ya durante la época precolombina. La enorme cantidad de huacas que asoman aquí y allá en medio del casco urbano o en su periferia hablan de un foco cultural que irradió su influencia a los valles cercanos y a su vez asimiló la de los desarrollos civilizadores que venían del sur, el norte o el centro del territorio que hoy identificamos como nuestra patria. No muchas ciudades tienen esa doble riqueza que exhibir y por eso mismo la recuperación de esos monumentos –puesta en marcha en las últimas décadas, pero no al ritmo que se requiere– resulta fundamental. Aquí es importante destacar la labor que ha realizado Prolima en los últimos años y que viene recuperando el Centro Histórico de la urbe para los vecinos, que ahora no solo podemos recorrer sus calles como peatones, sino también apreciar la belleza de las edificaciones que lo componen.
La capital dejó hace tiempo de ser solo una ciudad de paso en la que los turistas se detenían a tomar un pisco sour y a recuperar energías antes de partir hacia los destinos que realmente les interesaba visitar: Cusco, las pampas de Nasca o la reserva de Tambopata, por mencionar solo algunos de ellos. Gracias al ‘boom’ gastronómico y el aprovechamiento de las posibilidades que ofrece la vecindad del mar, nuestra ciudad es hoy en sí misma un punto que concita el interés de los visitantes extranjeros. El hecho de que albergue a algunos de los mejores restaurantes del mundo, como Central o Maido, es por cierto uno de los elementos que más contribuye a ello. Y la circunstancia de que el aeropuerto Jorge Chávez esté en proceso de ampliación abonará pronto a ese mismo fin, pues estamos, al parecer, camino a convertirnos en un ‘hub’ clave en la región.
La fusión de culturas que le da particular identidad a nuestro país, por otro lado, encuentra sin duda su expresión más acabada y populosa en Lima. Las herencias asiática, africana y europea se combinaron hace tiempo con la simiente andina en esta urbe transformándola en un polo de desarrollo económico cuya manifestación plena es solo frenada por la normatividad farragosa y absurda que condena a muchos de sus pobladores a refugiarse en la informalidad.
Contra lo que predicaba cierto mensaje político en la última campaña municipal metropolitana, Lima no tiene que ser convertida en una potencia: ya lo es. Lo que hace falta ahora, en realidad, es traducir esa potencia en acto. Y si bien son principalmente las autoridades quienes tienen la palabra a ese respecto, también los vecinos podemos aportar algo en el esfuerzo, cuidando el espacio que habitamos y tratando de hacerlo parecer la “ciudad jardín” de la que habla el mito que tantas veces hemos escuchado. Mientras tanto, sin embargo, Lima está hoy de fiesta y merece que la celebremos.