(Foto: El Comercio)
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Carlos Meléndez

Para los peruanos, la mayor alegría futbolística en 36 años llega en el momento de mayor crisis de corrupción pluripartidaria en las últimas décadas. En el último año, mientras los goles de Guerrero y Flores iban sembrando de esperanzas el camino de la clasificación a Rusia, las revelaciones del Caso Lava Jato han involucrado a cada (ex) presidente (incluyendo al actual). Los presuntos delitos los implican en, al menos, situaciones polémicas que requieren de investigación ágil y transparente. Así, mientras el fútbol se llena de gloria, el ‘establishment’ político se devela putrefacto. ¿Cómo afecta al peruano promedio esta coincidencia de glorias futboleras y penas políticas?

Se ha especulado creativamente sobre el fútbol como elemento distractor de los asuntos públicos: cortina de humo para indultar a Alberto Fujimori, factor extrapolítico que conviene a un “suertudo” PPK, etc. Tales hipótesis suponen una población manipulable a punta de ‘psicosociales’, adicta al ‘opio’ deportivo que enajena de la realidad política. Para poblaciones desafectas de la política –como la peruana–, la relación entre el balón y la aprobación de nuestros representantes es insignificante. En realidad, los éxitos de la Blanquirroja son asimilados dentro de las biografías privadas de los peruanos como ejemplo de superación individual, confianza en uno mismo y hasta, quizás, emprendedurismo. En cambio, no existe una narrativa colectiva convincente que interprete la clasificación como un logro público, por más fotos en Palacio y en el Congreso, y por más acrobacias argumentativas que ensayen opinólogos para mostrar al fútbol “como ejemplo” para políticos.

El fútbol no es un elemento distractor de la política para los peruanos porque ya estamos suficientemente enajenados de ella. El colapso de los partidos en los 90, la caída del autoritarismo corrupto del fujimorismo en el 2000 y el fracaso de la “democracia sin partidos” han generado una desconfianza estructural hacia los gobernantes. No creemos en ellos. Así, cuando la corrupción se vuelve una constante expandiéndose por toda la clase política y sucesivos gobiernos, deja de influir en la opinión pública. Se “normaliza”. Los escándalos de insolentes cuentas bancarias de funcionarios y lobbistas, las delaciones premiadas y apremiantes, las portadas acusatorias, los audios y los trascendidos no importan. La indignación desaparece de nuestro repertorio ciudadano por más esfuerzos que hagan los ‘influencers’ cívicos desde sus redes sociales virtuales.

Por estas razones las calles se abarrotan de gente cuando el calendario FIFA lo dispone, mas no cuando la fiscalía es displicente con los “peces gordos”. En Lima, particularmente, es la alegría la que desborda las calles, no la bronca. Por un lado, la euforia futbolística no se traduce en mayores niveles de confianza interpersonal. Antes, durante y después del Mundial seguiremos sufriendo la convivencia caótica cotidiana facilitada por nuestra informalidad. Por otro lado, la indiferencia política crea los espacios para el surgimiento de ‘outsiders’ radicales o populistas. ¿O es que ya no recuerda que mientras la selección sumaba seis puntos al hilo frente a Bolivia y Ecuador, teníamos la más grave huelga magisterial de los últimos años?