Cifras oficiales muestran que el uso de la prisión preventiva disminuye año a año. Sin embargo, especialistas advierten que continúa siendo un problema complejo. (El Comercio)
Redacción EC

Por Josefina Miró Quesada y Alexander Villarroel

Los orígenes de la se remontan a la Edad Media, cuando quitarle la libertad a una persona sin condena era utilizado para obtener su confesión. Fue duramente criticada, además, durante la Ilustración (Voltaire decía que arrestar cautelarmente a un hombre era similar a un asalto de bandidos). 

En 1995, los "presos sin condena" ascendían al 80% de la población carcelaria. Ninguno era un ex presidente. Tampoco un gran empresario. No estaban en las primeras planas de los diarios. Sus audiencias tampoco eran televisadas. No eran de la elite política o económica. Pero eran mayoría.

Con el tiempo, esa cifra fue disminuyendo. Llegado el siglo XXI, eran algo más de la mitad: 60-70%. En los últimos siete años, pasaron del 59% al 39%. Porcentualmente, hoy son minoría. 

Aunque ha disminuido la proporción de presos sin sentencia, la aplicación de la prisión preventiva aparece hoy en el debate público como una preocupación de estos tiempos. Tras la orden dictada contra el ex presidente Pedro Pablo Kucynskzi, su sucesor en el cargo, Martín Vizcarra, dijo que “se está aplicando casi en la totalidad de los casos”. Y el presidente del Tribunal Constitucional, Ernesto Blume, consideró que “hay un uso excesivo y, en algunos casos, hasta abusivo”. Resolver la problemática de los privados de libertad sin condena, sin embargo, exige escarbar por sus causas antes de ensayar soluciones.

—Disminución de la Prisión Preventiva—
La prisión preventiva no es una pena. Es una medida que sirve para cautelar que el proceso siga su curso: que no perturbe la búsqueda de la verdad o se fugue el imputado. Es excepcional (teóricamente, la regla es que siga el proceso en libertad). Solo entendida así puede respetarse la presunción de inocencia.

Contrario a lo que se piensa, las cifras revelan una tendencia a la baja en las últimas décadas. ¿Qué lo explica? El ex fiscal supremo Victor Cubas indica que a partir de 1980 aparecen varias leyes que limitan la facultad del juez para dictar la medida. Pero el cambio principal vino con el Nuevo Código Procesal Penal del 2004. 

Según el ex procurador anticorrupción Yván Montoya, si uno veía los distritos judiciales en donde entraba en vigencia —fuera de Lima—, las cifras iban reduciéndose. El código tiene mecanismos para hacer los procesos más céleres y sacar sentencias más rápidas, por ejemplo, con procesos de flagrancia, terminación anticipada, colaboración eficaz, plazos que obligan a archivar o formalizar, etc. Esto hace que más procesados dejen de serlo en el tiempo.

Cuenta Cubas que hubo una reducción importante en Huaura y en La Libertad, aunque en general, sigue siendo una cifra elevada. “Con el sistema anterior solía estar por encima del 50% y en un informe de 1992 de la Defensoría del Pueblo, recuerdo que superaba el 90%”, cuenta. Según Montoya, en la década pasada, con los casos del sistema anticorrupción derivados del régimen de Fujimori, se repetía el argumento de abuso a la prisión preventiva. “En realidad, el número de internos procesados por corrupción no hacía ni el 8%. Estadísticamente no era cierto lo que ocurría”, advierte.

Laura Zúñiga, catedrática penalista de la Universidad de Salamanca, señala que en España la discusión de la prisión preventiva aparece también de vez en cuando. Hoy se discute tras la absolución del presidente del Club Barcelona luego de dos años en prisión preventiva, lo que ha generado que hasta una jueza llame a evaluar la institución. 

“¿Por qué tenemos que revisar los derechos cuando los imputados son VIP? ¿Solo ahí nos acordamos de la presunción de inocencia? ¿Y cuando hay miles de personas en las cárceles nunca nadie se acordó de ellos? Esto tampoco es justo”, comenta.

(El Comercio)
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—Causas—
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha emitido dos informes de la realidad regional sobre el uso de la prisión preventiva. El último del 2017 señala algunas de las causas que, en general, explican estos elevados índices.

Algunas son: 1) políticas criminales que proponen mayores niveles de encarcelamiento como solución a la inseguridad ciudadana, lo que se traduce en privilegiar la aplicación de la prisión preventiva, y restringir legalmente otras alternativas; 2) la política de la mano dura en los discursos de altas autoridades y de la opinión pública y medios de comunicación; 3) el uso de mecanismos de control disciplinario como medio de presión o castigo contra autoridades judiciales que ordenan medidas alternativas; 4) inadecuada defensa pública; y 5) falta de coordinación interinstitucional entre actores del sistema de justicia.

Para el ex jefe del Instituto Nacional Penitenciario (INPE), José Luis Pérez Guadalupe, existe una presión directa e indirecta de la ciudadanía y autoridades para pedir y dictar la prisión preventiva. En entrevista con jueces, cuenta, muchos admitían no querer ser “aquel” responsable de liberar al imputado. Para Cubas, esto es mayor en casos notorios y públicos, donde no dictarla implica “enfrentar una crítica demoledora”. Zúñiga comenta, sin embargo, que la presión es de ambos lados, más si los investigados tienen poder. Esto se ve reforzado por una creciente concientización ciudadana del daño que generan los delitos de cuello blanco —los que cometen los ‘poderosos’— y la corrupción, cuya tolerancia social cada vez es menor.

Tratándose de criminalidad organizada, Montoya destaca que hoy la propensión de jueces a dictar prisión preventiva se explica dada la complejidad de la investigación, los mecanismos de obstrucción de estas estructuras, las redes de poder político u económico que tienen y las penas excesivamente altas, que inciden en el riesgo procesal. 

Aunque cree que se justifica más para estos casos, considera que los plazos para dictarla son excesivos. La ley vigente permite que, en casos de criminalidad organizada, se pueda ordenar hasta 36 meses, prorrogable a 12 más. La CIDH alertó esto en su informe del 2017. Esto, comenta, puede ser contraproducente para la celeridad del proceso. “Puede quitarle todo incentivo a los fiscales para apremiar el tiempo y pasar a la siguiente etapa. Si ya estaban las cosas bastante avanzadas y maduras, por qué 36 meses?", señala.

Lo último se relaciona con otra causa: la ineficacia de las medidas alternativas para garantizar el proceso. Ejemplo: comparecencia simple, restringida, arresto domiciliario, impedimento de salida, grilletes electrónicos. Priorizar estas últimas podría reducir la prisión preventiva, pero para Cubas, presentan varios problemas. 

En los casos de comparecencia, los imputados no pueden ser controlados. Podrían si se ampliara el universo de beneficiarios de grilletes electrónicos y si el Estado lo costeara —hoy le cuesta al procesado cerca de S/.750 al mes—, pero es muy limitado y pocos tienen dinero para pagarlo. Para dictar arresto domiciliario —para avanzada edad, enfermedad, madre gestante— se necesitan 3 policías por turno (24 horas al día) y no hay suficiente personal. “Los fiscales desconfían de la custodia policial”, señala Montoya.

¿Por qué las personas con prisión preventiva en el Perú siguen sus procesos en libertad en otros países? César Hinostroza, Alberto Fujimori, Alejandro Toledo son algunos ejemplos. Salvando las diferencias culturales, a diferencia de lo que ocurre aquí, en otros territorios las medidas alternativas son menos permeables a la corrupción. Como dice Montoya, su efectivdad depende mucho del contexto de seguridad e institucionalidad que hay para aplicarlas. “Aunque no deberían ser elementos a tomar en cuenta, lo son”, señala.

Gran parte de los internos que siguen su proceso tras las rejas, por otro lado, no tienen los recursos para costear una defensa sólida. “Es una explicación colateral que puede haber hecho que se filtren más casos de los debidos; probablemente, si vemos la fundamentación de una resolución de prisión preventiva para un interno en tal provincia, procesado por robo, no pasaría el test de proporcionalidad del TC”, advierte Montoya. A ello se suma la morosidad de los procesos que  —aunque dice Cubas— ha mejorado con el nuevo código, sigue siendo un problema. “Se requieren laboratorios y peritos que hoy no existen”, advierte.

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—Soluciones—
“El problema no está en la ley, sino en los operadores del derecho”, dice Cubas. Está, además, en la falta de recursos para acelerar los procesos, en la ineficacia de medidas alternativas, en la demanda ciudadana de inseguridad ciudadana, en el aumento de delitos violentos y de criminalidad organizada, en la falta de defensa pública adecuada, en los plazos excesivos ordenados, etc.

Las soluciones deben ir en línea de revertir estas variables. Pero como dice Zúñiga, las leyes deben pensarse en frío, no en caliente. Pérez Guadalupe advierte que las iniciativas legislativas presentadas hoy no solo carecen de una visión íntegra del problema, sino de oportunidad, lo que revela que están motivadas por intereses personales y partidarios. Cubas coincide.

Zúñiga recoge una propuesta para casos de criminalidad organizada que puede reducir la aplicación de la prisión preventiva: priorizar medidas cautelares que ataquen los bienes. “Al delincuente económico hay que embargarle sus bienes, paralizar cuentas, confiscar sus ganancias ilícitas, y asegurar que pague por el daño a la sociedad”, señala. 

Rescata el caso de Colombia, donde la medida se usa con frecuencia, por encima de la prisión preventiva, para combatir el tráfico ilícito de drogas. Los fondos que resultan de tales bienes se invierten así, en políticas de Estado anticorrupción o rehabilitación de los adictos. “En esos casos, el patrimonio no es un derecho fundamental, a diferencia de la libertad, por tanto, es válida una intromisión más severa”, señala.