"Los 50 mil y pico de fallecidos ya retirados del padrón electoral llenarían el Estadio Monumental. Todos tenemos un familiar o conocemos a alguien que está en esa lista". (Foto: Difusión)
"Los 50 mil y pico de fallecidos ya retirados del padrón electoral llenarían el Estadio Monumental. Todos tenemos un familiar o conocemos a alguien que está en esa lista". (Foto: Difusión)
Jaime Bedoya

Para aquellos que no somos parte de una portátil ni hemos sufrido alguna afectación cognitiva atribuible a la pandemia, son tres los sentimientos con los que iremos a votar este domingo: abatimiento, desilusión y tristeza.

Posiblemente habría que agregar otro más, miedo. En plena cúspide del final de la segunda ola o del comienzo de la tercera, da igual, ejercer el derecho ciudadano vendrá con el riesgo de contagio. La distancia social será la del lapicero y se irá a votar como se va a la guerra.

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Nada más mortalmente democrático que una infección desbocada. Esta situación desesperada demuestra que el bienestar o es cosa de todos o es de ninguno. Y así como hay miedo a la enfermedad, hay también miedo añadido a los resultados de la elección.

El abatimiento es el resultado de haber constatado la

ineficacia del estado en los temas de salud pública. En este país los ciudadanos tenemos que estar preparados para sobrevivir encomendados a Dios o a la Ivermectina, siendo lo único cierto el heroísmo del personal médico y los pedidos desesperados de cama UCI via Facebook.

La desilusión se alimenta de la confirmada incompetencia moral de la clase política. Si bien esto último es de una obviedad comparable a la prueba del llantero, el hecho de que vidas humanas dependan directamente del comportamiento de estos individuos escala la incompetencia a niveles terminales. La serie de trasiegos, mentiras y mezquindades de los políticos durante la pandemia revelan en manos de quiénes estamos.

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La madre de todas las desilusiones han sido las candidaturas presidenciales. Entre la vergüenza ajena y el miedo anticipatorio, la fauna que postula suscita una simple pregunta: alguien que no puede gobernar ni sus ideas, ¿para qué quiere gobernar un país? Que respondan sin media training.

La tristeza, la más pesada de las cargas de este domingo, será por todos los que ya no están. Los habrá matado un virus, pero su ausencia estará siempre vinculada la cadena de barbaridades de los que toman las decisiones y de los que no dejan tomarlas.

Los 50 mil y pico de fallecidos ya retirados del padrón electoral llenarían el Estadio Monumental. Todos tenemos un familiar o conocemos a alguien que está en esa lista.

Como por ejemplo el gran Erlo Cortez, hombre noble y sabio de Piura, periodista casi siempre mas inteligente que sus jefes que tuvo entre sus manos, asi fuera de manera temporal y descartable como lo decide esta profesión, la historia reciente del país. Está Pepe Aquije, periodista que amaba la vida, su trabajo y sus amigos. Está la inmensa Carmen Soto, la mujer que hablaba con las aves en Aguas Calientes y que en espíritu habita ahora entre las orquídeas que crecen a orillas del río Vilcanota.

Ellos ni estarán ni votarán. Pero el compromiso con su memoria podría ser el motor necesario para intentar vencer al miedo y descifrar el voto mas razonable, prudente y estratégico posible.

Se hará lo posible por hermanar eso con la conciencia. Pero, estimados ausentes, no se promete nada. No hay con qué. //

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