Una familia argentina – papá, mamá, niño y niña- avanzan por una avenida de Doha llevando la camiseta de su selección. El padre carga una mochila al hombro, la niña una bandera, y así esto sea el invierno catarí el calor pesa como una carga añadida. Nosotros, un peruano y un costarricense, vamos a pocos pasos de ellos. El silencio de la marcha se corta cuando se oye la bocina de un auto llamando su atención. Los argentinos responden animosos al saludo y levantan los brazos, correspondiendo los códigos de la hermosa fiesta del fútbol mundial. Cuando el vehículo les da el encuentro se perciben cuatro adultos riendo que por fuera llevan una bandera de Arabia Saudita. Al llegar al lado les gritan con acento arábigo:
- ¡Argentinos cagonessss ¡
Madre y padre se encolerizan y les responden, imponiéndose la voz paternal con un consabido antídoto rioplatense:
- ¡Andate a la concha de tu hermana ¡. La réplica se pierde entre las risotadas del auto que se aleja velozmente.
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Tranquilos, las Malvinas son argentinas, escucha la familia a manera de compensación. No respetan ni a los niños, dice el padre mortificado. Han comprometido ahorros, vacaciones e ilusiones en este viaje. Al ser preguntados por el propósito de este, (¿no era más fácil ver el Mundial por televisión?), los niños miran sorprendidos, como si esa pregunta solo podría hacerla alguien de un país que clasifica al mundial cada 36 años. El padre asume una voz pedagógica:
- Queremos ver en familia como campeona Argentina.
Hay un convencimiento natural en sus palabras. Al enterarse de nuestras nacionalidades la niña, que es mayor, hace referencia a que Perú no habrá calificado, pero tiene la comida más rica del mundo. El niño, más pequeño y agudo, busca la confirmación con el costarricense si el otro día España no les había clavado 7 goles. Así fue, confirma el susodicho con entereza. Che, nosotros les hacíamos hasta dos más, remata el pequeño ante la risueña confirmación de sus consanguíneos, algo al borde de lo inelegante dada la situación. Pero la argentinidad es como el calor catarí, inevitable.
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Tras el primer traspiés frente a Arabia Saudita, partido al que los argentinos llegaron hiper argentinos diciendo que lo máximo que podían aspirar los rivales era a llevarse la camiseta de Messi, se desató en pleno la volatilidad del espíritu porteño. La intensidad de los insultos que los caracteriza, esa impronta itálica, se dejó ver en su arremetida contra los saudís. ¿Cómo era posible que “domadores de dromedarios que entrenan en campos minados bajo ráfagas de metralleta” le hubieran ganado a la selección que tiene al mejor jugador de la tierra? La explicación sólo podía encontrarse en la plenitud de una grosería argentina que funge de auto explicativa ante la adversidad: la concha de la lora.
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Indagar en la génesis de esta procacidad argentina tenía que llegar al tango. En 1901 el compositor Manuel Campoamor compuso un tango intitulado “La concha de la lora”. Si bien la pieza no llevaba letra que podría hacer aún más complicada su difusión, el recato llevó a que el autor le cambiara de nombre a su obra. Optó por una variante del mensaje que buscaba transmitir, llegando así al título alternativo de “La cara de la luna” (¿?).
Lora era una palabra que a principios del siglo XX se utilizaba en los bajos fondos bonaerenses para referirse a las prostitutas que ejercían su oficio en el camino a la iglesia de Nuestra Señora de Loreto. La vinculación de aquellas con el caparazón calcáreo propio de los moluscos sexualizó la expresión como referencia a un lugar trajinado y fatigado, ajeno a toda posibilidad de renovadora frescura. Ahí es donde provoca mandar a todos cuando se sufre un revés artero y desproporcionado, como suelen ser todos.
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Diego Leuco es un periodista argentino que cohabita entre la presentación del noticiero más formal de la televisión y la libertad extrema de hacer lo que le provoque en redes sociales. Está en Doha valiéndose del celular como antena de conexión permanente con sus más de 500, 000 seguidores. A él se le pregunta por la diferencia entre Messi y Maradona.
- Somos muy sanguíneos. Tenemos esa cosa apasionada, muchas veces exagerada, que a veces nos hace cruzar los límites demasiado rápido. Maradona era una especie de gota ultra concentrada del ADN argentino. Lo de Messi es un nuevo tipo de liderazgo, callado, silencioso, al que no estamos acostumbrados en nuestro país, tanto en el fútbol como en la política.
Durante el partido contra México, con un estadio de hinchadas mezcladas en las tribunas, Leuco tuvo en la nuca la cantaleta persistente que se quiso hacer mantra en Qatar: ¿Dónde está Messi? Además, los hinchas mexicanos, dados a una burla que transita fluidamente entre lo inocente y lo insultante, entonaban cánticos alusivos a Las Malvinas. Así lo vio Leuco:
- Lo que se dice en Qatar es un juego de niños al lado de lo que pasa en los estadios argentinos. En Argentina sería inviable, por la violencia que se desataría, un partido con hinchadas mezcladas. Igual fue una provocación lo de Las Malvinas. No conozco en profundidad la historia mexicana, pero es como que nosotros hiciéramos una canción con los muertos del narcotráfico. Es algo de mal gusto, más allá del fútbol y la rivalidad, pero bueno, qué sé yo.
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Jorge Chupo Arriola ha estado en 13 mundiales. Qatar será el número 14 para él. Empezó asistiendo en Inglaterra 1966 como el viaje de un grupo de amigos del Club Lima Cricket. A ese primer mundial no llevó cámara de fotos y por eso de esa polémica final en Wembley de Inglaterra versus Alemania Federal solo tiene el recuerdo como testimonio. A partir del mundial de México 70 empezó a desarrollar una relación personal con los jugadores, y a profesar una cultura del souvenir. Así fue como se hizo de su primera camiseta: entro al vestuario de Perú en Guadalajara luego del 2 a 4 contra Brasil y le pidió al Chino Pepe una camiseta. Salió con ella, un guante y un pantalón de buzo. Era la camiseta de Alberto Gallardo, la del gol a Brasil. La número 11.
La memoria de Arriola es prodigiosa. Además de desarrollos de partidos y marcadores finales, no olvida los nombres de los hoteles en los que estuvo ni las conversaciones que sostuvo en esos 13 mundiales.
- Pero yo no vivo de mis recuerdos. Vivo con mis recuerdos.
Con algo de ayuda una mañana de noviembre en la Tiendecita Blanca Chupo Arriola se hace con un celular la foto oficial para la Haya Card que le permitirá el ingreso al mundial de Qatar. Hace 25 años, era 1997, Arriola le hacía las primeras fotos en el Perú a un niño del Newells Old Boys que había llegado a jugar la Copa de la Amistad del Club Cantolao. Era un prodigio minúsculo, el más chico de su equipo, que se llevaba a todos por delante y anotaba los goles que quería. El niño se llamaba Lionel Messi y tenía 10 años.
Para los que preguntaban dónde está Messi ahora, la respuesta es fácil: está en el mundial de fútbol llevando a su selección a cuartos de final de la mano de una genialidad timida e intermitente. Mientras de paso, residualmente, venga esa horrible derrota peruana ante Australia que nos dejó entre Kung-fu Panda y la vana ilusión que él juega así también para nosotros. Para eso sirven los mundiales.
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