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Explosiones reales, túneles claustrofóbicos y actores junto a comandos: así se filmó “Chavín de Huántar, el rescate del siglo”
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La tarde del 22 de abril de 1997, los peruanos no podíamos quitar los ojos del televisor. En la residencia del embajador de Japón, ubicada en el distrito de San Isidro, se definía el desenlace de una crisis que todos anticipaban desde hacía semanas, pero cuyo resultado nadie se atrevía a calcular, por miedo. Las cámaras transmitían fragmentos: humo negro, estallidos secos, gritos entrecortados, hombres uniformados irrumpiendo en una casa sitiada durante 126 días. Si en las casas la tensión era insoportable, en el lugar del combate debía ser infinitamente peor. ¿Qué sentían esos comandos, hombres con esposas e hijos, saliendo de túneles angostos y corriendo directo hacia la incertidumbre de la batalla?
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Veintiocho años después, para quienes no vivieron ese momento, Chavín de Huántar es apenas una fecha en el calendario escolar o una anécdota familiar difusa. Una historia que regresa a los titulares de tanto en tanto, casi siempre teñida de polémica. Crónicas, reportajes y documentales han intentado reconstruir lo ocurrido. Pero los hombres que entraron a esos túneles sentían que faltaba algo: su propia voz.
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“Desde hace muchos años sentía que esta historia debía ser contada en el cine, pero desde un ángulo más humano”, explica Carlos Maguiña, oficial del Ejército en retiro y productor de la película Chavín de Huántar: el rescate del siglo, que aborda lo que fue el rescate de 72 rehenes de las manos del grupo terrorista MRTA. Desde que surgió la idea, Maguiña se propuso no repetir lo que todos sabíamos por las noticias. La ficción le permitía meterse en la piel de los soldados, mostrar el miedo, las decisiones, el vínculo entre los comandos. Para él, había algo más en juego que la reconstrucción de una operación militar: “Vivimos tiempos en que las nuevas generaciones han olvidado lo que fue el terrorismo. Con esta película, queremos recordarles lo destructivo que fue y rescatar el valor de quienes enfrentaron esa violencia”.
Comandos convertidos en actores
Desde la idea inicial hasta el montaje final de la película, pasaron siete años de investigación y trabajo. Maguiña y su equipo entrevistaron a más de veinte comandos, muchos de ellos quebraron el silencio por primera vez sobre lo que vivieron en esos túneles. De esas conversaciones surgieron detalles interesantes que nunca aparecieron en los noticieros: el temblor de las manos antes de entrar, el miedo a no volver, las decisiones tomadas en fracciones de segundo que podían significar la vida o la muerte.
Varios de esos comandos aceptaron aparecer en la película en algunos papeles secundarios: un diplomático al fondo de un salón, un mozo sirviendo una copa, un guardia de seguridad vigilando una puerta. Cameos breves que funcionan como un pacto silencioso entre la ficción y la memoria. “Ellos querían dejar testimonio de que esta es su historia. Para muchos, era la primera vez que su versión se contaba en una pantalla grande”, dice el productor.

Pero hubo un testimonio en la fase de investigación que lo cambió todo. Fue el de Giovanni Valer, hijo del comandante Juan Valer —uno de los dos oficiales que murieron en el rescate—, quien tenía apenas dos años cuando su padre no volvió a casa. Tres décadas más tarde, Giovanni aparece en la película interpretando al comando Miranda. En la vida real, Miranda fue quien levantó al oficial Valer cuando este ya estaba herido de muerte. Es un juego de espejos muy emotivo ver al hijo sostener ahora a su padre moribundo. “Es un recordatorio de que detrás de cada uniforme había un ser humano, con sueños y con familia”, dice Giovanni. Participar en el proyecto, admite, ha sido también una forma de sanación: ponerle palabras a una ausencia, darle rostro a un vacío.
En la piel de los comandos
El actor André Silva tenía once años cuando vio el rescate por televisión. De ese día, recuerda la tensión en su casa, el volumen alto del noticiero, la certeza de que algo importante estaba ocurriendo. Hoy interpreta en la película al mayor Rivera, uno de los oficiales que acompañaron a Valer en esos túneles. Es la voz que lo apoya, pero también lo confronta.

Cuenta que en su caso no hubo casting: el director español Diego de León lo llamó para ofrecerle el papel. No sabía en lo que se metía, dice entre risas, pues la preparación fue intensa. Dos meses de entrenamiento con comandos reales: tácticas de asalto, técnicas de entrada, ejercicios con uniformes y armamento que superaban los 25 kilos. El punto más duro llegó en los túneles de la réplica de la residencia, donde las explosiones no eran digitales, sino reales y coordinadas por expertos militares. Ahí, cuenta, la adrenalina dejó de ser actuación.
Por su lado, el actor Rodrigo Sánchez Patiño, encargado de interpretar al comandante Juan Valer, recuerda que además de los momentos de tensión había espacio para el alivio: una pichanguita entre actores y militares al final del día. El único requisito era que todos jugaran con ropa militar. Para su preparación, habló con la viuda de Valer, revisó álbumes familiares, estudió grabaciones de archivo. Pero lo más importante fue el acompañamiento de Giovanni. “Siempre le preguntaba si le parecía que lo estaba haciendo bien —dice Rodrigo—. Para él, debe haber sido algo inmenso revivir lo que su padre vivió y darle un cierre. De algún modo, es lo que nunca tuvo”.

Si bien las escenas de acción fueron complejas y un reto, para Sánchez Patiño las que más lo tocaron fueron las más íntimas, aquellas en las que Valer se despide de su esposa y de sus hijos pequeños, sabiendo que quizá no volvería. “Yo, que soy papá, me ponía en su lugar. Eso me tocaba distinto”, confiesa.
Despolitizar para humanizar
La película apuesta por la autenticidad militar. Las explosiones no son efectos de posproducción: fueron coordinadas por especialistas de las Fuerzas Armadas y detonadas frente a las cámaras. Las armas y los uniformes son piezas auténticas. Y los túneles donde se filmó no son sets construidos en un estudio, sino la réplica exacta que sirvió de centro de entrenamiento para los comandos originales y que hoy funciona como museo. Esa decisión tiene consecuencias. En los túneles, los actores no fingen claustrofobia: muchos de ellos la sienten de verdad.
Es cierto que Chavín de Huántar es una operación táctica militar elogiada en el mundo, aunque arrastra más de dos décadas de disputas políticas. Para algunos ha sido una bandera de orgullo, para otros siguen abiertas muchas preguntas sin respuesta. La producción decidió apartarse conscientemente de ese ruido. La película no busca ser un alegato ni una reivindicación: es un retrato de hombres en situación extrema.


Los personajes políticos de la época aparecen difuminados, desdibujados, casi fuera de cuadro. Alberto Fujimori es apenas una voz en una fugaz llamada telefónica; el cardenal Juan Luis Cipriani, un perfil borroso en el que apenas se distingue una silueta. “La política a veces ensucia las cosas —afirma Maguiña—. Queríamos despojarnos de eso y enfocarnos en los verdaderos protagonistas: los comandos”.
Al final, todo se reduce a un gesto íntimo. La voz de Giovanni Valer leyendo las palabras que su padre escribió antes de entrar en combate. Un papel ensangrentado que funciona con un poder catártico importante. Entre el humo de las explosiones y el estruendo de las balas, lo que permanece es la certeza de que la memoria también se escribe en primera persona.
Chavín de Huántar llega este 30 de octubre a las salas de cine como un recordatorio incómodo: detrás de cada operación militar hay hombres de carne y hueso, con miedo y con familia, que eligieron avanzar sabiendo que quizá no volverían. La historia no siempre es espectacular. A veces es simplemente humana. //
Comandos en el cine

Una recreación hollywoodense de serie B que, si bien llevó el nombre de la operación al cine internacional, incurre en excesos narrativos: acción forzada, personajes planos y escasas conexiones con la realidad peruana. Su valor radica en haber puesto el tema en la esfera global; su limitación, en la simplificación y la distancia del contexto local.

Basada en la novela de Ann Patchett, traslada la crisis a un país sudamericano ficticio y se centra en la relación emocional entre una soprano y un rehén. Su atractivo radica en ese contraste íntimo entre poder y afecto, aunque la operación real queda reducida a un telón de fondo con amplias licencias creativas.

Este documental reúne testimonios de los propios rehenes, oficiales y actores de la operación. Su director, Federico Lemos, pone el foco en la experiencia vivida, los miedos y las contradicciones. Su fuerza está en la voz de los afectados y en un acercamiento emocional sin embellecimientos.








