Tinta invisible: Sombras nada más
Tinta invisible: Sombras nada más
Jaime Bedoya

¿Cuándo vas a botar esa cochinada?, es la pregunta que como una puntual campanada marital Luis Grippa ha escuchado durante los últimos años.

Por “cochinada” la interlocutora, su señora esposa, se refiere a una desolada maleta ploma resguardada en el clóset. Lleva en su interior un tesoro discutible: el registro fotográfico histórico de la gloria, vana y pasajera pero perdurable, del ‘star system’ del espectáculo peruano entre los años 60 y 80. Rossini treintañero, Melcochita sin cirugías, la constatación de que Monique Pardo alguna vez tuvo cintura, desmintiendo a sus detractores.

Eran tiempos en que las cámaras de fotos servían para hacer fotografías y los teléfonos para hablar. La imagen impresa en papel era la evidencia documental última. Y el ingreso al parnaso de plumas y lentejuelas tenía un umbral previo al díscolo favor del público. Este quedaba en el jirón Quilca 420 y era el estudio fotográfico Luz y Sombra. Local anexo a la fachada asimétrica del cine Tauro, obra del arquitecto Walter Weberhofer, que sería autor del Club Esmeralda y la sede de Petro-Perú. Para referencias menos solemnes, Luz y Sombra quedaba a dos cuadras del mejor pan con chicharrón de Lima, el que elaborada don Félix Yong, ‘El Chinito’, con cebolla, camote y excelencia porcina lurinense.

EL CHE, LA LUZ, LA SOMBRA
Víctor Raúl Chacón Vargas, natural de Oxapampa, tenía 10 años cuando fugaba de su casa hacia Huancavelica sobre la tolva de un camión. Huía por motivos de causamayor, representada en soberana correapaterna de hebilla metálica. Vagando por Huancavelica Chacón quedó paralizado al ver una imagen colgada en la vitrina de un estudio fotográfico: era la foto de una pequeña ñusta acompañada de una llama bajo un prístino cielo azul. Chacón nunca antes había visto una foto, menos aun una cámara fotográfica. No entendía cómo un momento de la vida podría ser inmovilizado en papel. Ese día dijo yo voy a ser fotógrafo. Empezó barriendo un estudio fotográfico en Oxapampa. A los meses de aprender mirando, y hacerse un duplicado de la llave del laboratorio, a comienzos de los sesenta, se va a Lima. Dos años fue maestro tapicero. Un día caminando por el jirón Quilca se topa con inmenso retrato de Raúl Vásquez, el ‘Monstruo de la Canción’. La imagen tuvo el mismo efecto que la ñusta huancavelicana. Vio que el lugar se llamaba estudio Luz Y Sombra. Ese día dijo yo voy a trabajar aquí.
Su amigo y colega Manuel Vilca ya trabajaba en Luz y Sombra. Una tarde viajando en micro con él, este se jamoneaba con unas fotos que él decía haberle hecho a Teresa Dávila, vedette de vedettes. Una tanga escarchada debidamente iluminada relievaba armónicamente la carnal distribución de la señora Dávila. Al lado de ellos un caballero circunspecto, de lentes oscuros y estupenda cabellera, los escuchaba lateralmente. Hasta que intervino: ¿Usted ha hecho esas fotos?, preguntó enmarcando una ceja. Venga a trabajar conmigo. Se trataba del mítico fotógrafo Carlos Bendezú, maestro difusor de la belleza femenina en la revista “Gente”. Vilca aceptó. Chacón tenía una plaza libre en el estudio.

EL FOLCLOR NO TIENE GRANOS
Retoca esto, le dijo Alejandro Barnechea, dueño del estudio, a Chacón en su primer
día de trabajo. Se trataba del retrato de un cantante folclórico afectado por un caso extremo de viruela, secuela de un acné juvenil descontrolado en nombre de la música vernácula. Chacón apeló a lo aprendido en Oxapampa: lápiz, tinta roja, Gillette, la versión manual de lo que hoy se conoce como Photoshop. El cutis del músico quedó comparable a nalga de lactante. Barnechea no dijo nada. Regresó con una pila de retratos de los representantes más feos, granosos e imperfectos de la farándula local. Había sido contratado. Además de hacerles fotos, Alejandro Barnechea bautizaba artistas. Así sucedió un día de 1973 que tuvo al ignoto baladista Juan Manuel Fernández Bejarano frente a su cámara. Tu nombre no te ayuda, sentenció. Le avisó que el día que fuera a recoger sus fotos le tendría otro nuevo. Al hacerlo se lo comunicó: Te llamarás Homero. ¿Por qué?, preguntó el futuro compositor de la clásica balada “Tu propia telaraña”. La respuesta fue críptica pero certera. (1)


LA SÍLABA HOM ABRE PUERTAS
Chacón era feliz en Luz y Sombra. Inicialmente se dedicó al retoque, mientras Barnechea hacía las fotos. Hasta que un día le cedió la cámara. Entonces descubrió los claroscuros del oficio. El más memorable sucedió la primera vez que le tocó fotografiar a una vedette desnuda. El oxapampino, lejos del talante de galán otoñal que hoy adorna su madurez, era entonces un joven casto y sobrio. Nunca había visto una mujer calata. Sudó tratando de contrarrestar todo impulso vital de su masculinidad. Lo positivo es que estas situaciones generaron una destreza manual envidiable, lo que redundó en preciso control del diafragma con hábil movimiento de muñeca. Pero el sueldo mínimo y la animadversión de la contadora, esposa del dueño, habían herido su pasión. Renunció. Otro providencial encuentro con Carlos Bendezú le facilitó una prueba en “Caretas”. Un día hubo un incendio en el aeropuerto. Bendezú lo envió por su cuenta y riesgo. Chacón, con sus rasgos eternamente púberes, se metió a donde no llegaban los periodistas. Aplicó instintivamente a la noticia lo aprendido en la fotografía bajo techo: primeros planos, planos generales, contexto, todo con impecable contraste luminoso. ¡Todo es una mierda!, escuchaba Chacón al regresar a la redacción. Era la habitual objeción conceptual de Enrique Zileri a un trabajo fotográfico hecho sin pasión ni inteligencia. Pero Zileri se refería a las fotos de los profesionales, no a las suyas. Bendezú, jugándose la siempre bien peinada cabeza, sacó de la manga las fotos de Chacón y tragando saliva trujillana se las ofreció al jefe con todos los atenuantes del caso: Es un chico que recién empieza… Zileri se pegó los contactos a la retina respirando entrecortadamente, su manera de ver mejor una verdad esquiva. Mmmmmrrgghh, murmulló algo ininteligible. Volteó la hoja para leer los créditos y preguntó en voz queda y un ojo pegado a las fotos: ¿Quién diablos es este Ch. Vargas? Antes de que Bendezú respondiera, Zileri agregó: ¡Es extraordinario, hay que mandarlo a la calle ya mismo! Ese día nació Ch. Vargas. Él aún piensa que haber estado en Luz y Sombra fue como haber tenido un diamante en la mano (sic).


Los Beltons, de Ayacucho. Los creadores de la cumbia elegante en imposición de manos para retrato de Luz y Sombra. Sonaron desde fi nes de los 60 hasta los 80. (Foto: archivo Luis Grippa)

Los Beltons, de Ayacucho. Los creadores de la cumbia elegante en imposición de manos para retrato de Luz y Sombra. Sonaron desde fi nes de los 60 hasta los 80. (Foto: archivo Luis Grippa)

COCHINADA EN MALETA
Cuando Luis Grippa entró a trabajar a Luz y Sombra, en 1980, el nombre de Ch. Vargas era una leyenda. Grippa conocía a la familia Barnechea del barrio, Cercado de Lima, entre el bar Monarca y la tenebrosa discoteca Mokambo. Él escuchó que ellos venían de Barranca, capital de la foto carnet. El Centro de Lima por entonces era aún el centro del caos nacional. Las disqueras enviaban obligatoriamente a sus figuras a Quilca, donde las cámaras de placa y ampliadoras alemanas Durst trabajaban a tiempo completo. Grippa, entusiasta, estudiaba en la Kodak mientras retocaba las fotos del estudio.

El ánimo pagaba con magia. En el estudio, Grippa escuchó a solas una versión instrumental de una melodía inédita que sería bálsamo y cicatrizante patrio y futbolístico sin par: “Y se llama Perú”. Óscar Avilés había llegado con su guitarra para unas fotos. Pero antes se puso a tocar. Terminó de ejecutarla, se peinó el bigote sempiternamente azabache con la larga uña del meñique derecho y le dijo: – Ahora sí, sobrino, hazme la foto.

El signo de los tiempos precipitó el declive del estudio fotográfico. Las fotos
eran digitales, la música se descargaba gratis por Internet y los teléfonos traían
cámara. Lima se hacía cada vez más hostil y violenta. Las amables matinales nuevaoleras del cine Tauro habían cedido el escenario al porno duro en función continua
en el hermoso edificio del cercado. Y los artistas consagrados preferían recurrir
a fotos de archivo para lanzar sus nuevas producciones. En las fotos no se
envejece.


Radiante Eva Ayllón.(Foto: archivo Luis Grippa)

Radiante Eva Ayllón.(Foto: archivo Luis Grippa)

El fotógrafo oficial del estudio se refugió en Barranca para dedicarse a lo institucionalmente seguro, la foto carnet. Los Barnechea decidieron emigrar a Canadá.
Le dejaron todo, archivo incluido, a Luis Grippa.

En uno de esos penúltimos días de Luz y Sombra, Grippa recibió una llamada urgente. Había una inundación en el estudio. El área de fotos estaba arruinada. Al ingresar al almacén las noticias eran peores. Las cajas que contenían negativos y ampliaciones de más de 20 años de trabajo estaban empapadas. Solo logró rescatar lo que él considera el 70% del archivo.

Grippa dejó de ir a Luz y Sombra. Hacía fotos en su casa. Ahí retocaba los retratos del ‘Chato’ Grados, que confiaba su vitiligo solo a él. El estudio murió. Un grupo religioso compró el cine Tauro, con la idea de hacer un centro de hospedaje pastoral donde estaba el estudio. La palabra del Señor fue la profi laxis espiritual ahí donde el sexo –del suave y del duro– había reinado con anterioridad.

Grippa le mostró hace poco lo único que pudo rescatar del estudio a su amigo y colega Pocho Cáceres. Este se volvió loco. Cáceres sabía que –salvando la distancia entre el Gigante de Paruro y Petipán’– las placas de Martín Chambi las había encontrado de casualidad el becario norteamericano de la Fulbright
Edward Ranney. ¡Tienes un tesoro!, díjole el colega. Una joya, un legado húmedo, una antorcha apagada que reposa dentro de una maleta ploma que ha sido llamada cochinada mil veces. Ahora todo el mundo cree ser fotógrafo, dice Grippa sin resentimientos.

(1) Con ese nombre artístico, Homero ganó el premio Revelación del Festival de Sullana, en 1973, por el tema “Un pañuelo y una flor”.

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